Escribió Javier Marías que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia. Al hilo de esta reflexión que el recientemente fallecido escritor construye desde la idealización de una edad y de unos futbolistas mitificados (los del Real Madrid de los años cincuenta), a mi me parece que la celebración de los Reyes Magos es un retorno anual a la inocencia. Como el pequeño Marías desde su localidad en el estadio, los niños y las niñas miran a pie de calle a esos personajes que saludan desde unas carrozas luminosas y festivas con la ilusión prendida en los ojos y dibujada en sus rostros menudos y arrebolados. Y, además de ternura, nos provoca una profunda envidia no poder ver lo que ellos ven o lo que imaginan, eso que por fantástico convierte el acto en ensoñación. Así que en esta representación de cada 5 de enero adoptamos un papel de tramoyistas, de preparar el escenario y a los protagonistas para alimentar ese mundo de fantasía. Y ahí es donde los adultos disfrutamos de la vuelta a la inocencia: colocando los regalos, dejando huellas de suelas sobre una capa de harina, golpeando puertas y ventanas simulando que alguien ha entrado en casa e incluso asumiendo el papel de reyes con un vestuario acorde y un rostro desfigurado por maquillajes y barbas. Una recreación en la que sería difícil resolver quién disfruta más, si mayores o pequeños.

Esta representación, esta ficción bienintencionada, suele acabar con un inesperado golpe de realidad a edad temprana. Me extraña que ningún psicólogo haya señalado los efectos perniciosos que para el crecimiento intelectual de los menores puede suponer ese descubrimiento que hace tambalearse por primera vez, y sin que medie accidente o enfermedad, su pequeño mundo. Lo digo no porque yo lo crea sino porque hay gente para todo, expertos en cualquiera de las ramas de la vida, que parecen obligados a detectar y alarmar sobre asuntos triviales en los que atisban un peligro de serios traumas posteriores. Lamento haberles dado una idea.

La inocencia es un don perecedero y “una vez perdida, no se puede recuperar” escribió Neil Gaiman. Quizá por eso los adultos invadimos por un día el mundo de los niños: para recuperar lo que nos arrebató la vida a edad temprana.