A veces llueve. Y claro, no hay nada como los días de lluvia, con esa tristeza magistral. A la gente se le pone cara de lluvia y entonces, simplemente por eso, ya parecen más amables, más solos. ¿Sabías que las personas nos resultan más amables cuanto más solas nos parecen? Es un sesgo de la especie. Los que tenemos el corazón encurtido en salmuera, amamos los días de lluvia. Nos sentimos más humanos, no sé si me explico. No es fácil. De hecho, cada vez lo es menos, creo. Pero bueno, iba yo bajo la lluvia con mi paragüitas rojo, el otro día, sintiéndome muy solo y, de pronto, me di cuenta de que ya estaba en otro año. Qué maravilla. Con frecuencia se queda uno fascinado por la velocidad que puede llegar a alcanzar la vida. No obstante, acto seguido, en vista de que arreciaba un poco, me detuve bajo el alero de una casa, al lado del río, y allí me quedé un rato, solo viendo pasar a los demás. Y me dije: qué bonito es esto de pararse a un lado del camino para ver cómo pasan los demás. Y ese modesto pensamiento me pareció, no sé por qué, revelador. Se entusiasma uno, a veces, con sus pequeñas emociones. Con sus pequeños hallazgos cotidianos. No obstante, por consiguiente, los años pasan y pasan, sí. Es lo que tienen los putos años, que no dejan de pasar. Y que cada año que pasa, los putos algoritmos son más sofisticados hasta un punto aconjonante, Lutxo, querido, le digo. Yo, por ejemplo, estoy harto de hablar con putos robots telefónicos, nunca responden, dice él. Y tiene razón, el viejo Lucho. Hablar con putos robots es frustrante. No solo no te responden a nada. Además son intolerantes e imperativos como putos jefes tóxicos. Eso no puede imponerse. Yo no voy a hablar más con putos robots. Me niego rotundamente, supongo. Al menos, hasta que no los eduquen un poco. ¿Qué se han creído? Pulse uno, pulse dos. Anda ya.