Sigue la guerra, claro, una guerra que parece que ninguna de las partes va a poder ganar, si por ganar entendemos alcanzar los objetivos que actualmente hacen públicos unos y otros, tan distintos, tan separados, mientras los países occidentales siguen entregando armamento a Ucrania en lo que hasta hace unos meses o semanas eran vistas como líneas rojas a no cruzar, unas entregas ante las que Rusia no hace sino declarar que escalan el conflicto y que son armas y vehículos que arderán en el campo de batalla. Es una locura. No sé, creo que ya he comentado bastantes veces que lo que desde aquí más temo de esta guerra es que veo a Rusia incapaz de aceptar una derrota o de aceptar algo que no sea como mínimo vendible ante su pueblo o vendible dentro de la cabeza de Putin y de quienes le acompañan en esta trágica historia. Y que, por tanto, cualquier movimiento que supone acorralar más a Rusia, aunque lo pueda entender, me acojona. Es así, es así, supongo que es una sensación que tenemos muchos, esta de por un lado, por el lado racional, comprender o querer comprender ciertas cosas –no todas– y, por otro lado, por el irracional o emocional, sentir temor ante la deriva que pueda ir alcanzando este conflicto que, eso sí, estaremos de acuerdo todos o casi todos que es un conflicto Rusia-OTAN en toda regla, al menos desde el punto de vista económico, armamentístico y logístico. Ucrania y Rusia ponen los muertos, pero los demás estamos poniendo armas y dinero. Esto es así, por mucho que lo neguemos o no queramos mirar. Estamos dentro de este conflicto. Y nos puede salpicar. Más. El caso es que todo esto sigue, aunque lo mires de medio lado o ni lo mires, aquí cerca, en la vieja Europa, mientras la vida continúa y cada día esperas alguna noticia que sirva para al menos alimentar alguna esperanza de un final sino próximo sí visible, una noticia que tras casi 11 meses no llega.