Leí con interés hace unos días el artículo de Ibai Fernández en el que detallaba las distintas participaciones que a lo largo de las últimas décadas ha habido en Navarra tanto en elecciones generales como en forales. Y me sorprendió la enorme regularidad de la participación que ha habido en las forales. En 11 citas, la participación más baja ha sido del 66,25% y la más alta del 73,75%, apenas 7 puntos porcentuales de diferencia, para una media de 69,82%. Mientras, en las generales las diferencias son mucho mayores, con un mínimo de 65,91% –muy parecido al de las forales– pero un máximo del 82,24%, aunque, eso sí, en 1976. Desde 1982, la capacidad tanto de las generales como de las forales de atraer a los navarros a las urnas es casi la misma –70,45% de votos en las generales y el mencionado 69,82% en las forales–. ¿Qué nos va a deparar esta próxima cita, tras una legislatura marcada por una pandemia que ha trastocado muchos asuntos del día a día y que ha alejado –se supone– bastante a muchos ciudadanos de la política? A priori, según se podría desprender de esto, la participación debería de bajar, lo que también se suele decir que beneficia a la derecha, que históricamente siempre va a votar mientras que la izquierda se desmoviliza con mayor facilidad. Eso a priori, claro, pero lógicamente aquí los partidos van a tratar de dar el máximo para atraer a las urnas a sus supuestos votantes en un panorama en el que los mítines o los caras a cara cada vez tienen menor peso frente a las redes sociales y las ediciones digitales. Todo un reto para quienes gestionen campañas este año para –verbo de moda– visibilizar a los rostros nuevos o poco conocidos o para refrescar caras ya vistas pero mensajes que se han podido perder en este tsunami social vivido en los últimos tres años entre covid, mascarillas, inflaciones y guerras. Muy milagroso me parecería llegar al 65% de voto.