La arena del Reyno acoge otra noche de espectáculo circense. Tickets, cacheos y miríadas de chavales con peto naranja que atienden de forma coordinada. Algunos asistentes rastrean su asiento con recelo a escasos 40 minutos para el comienzo. También los hay que, con indisimulado desprecio hacia la suciedad, frotan con tesón los garrapateados muros acristalados de la anterior función. Inexplicablemente, lejos de suponer una medida de seguridad, estos paneles circundan a gran altura el cuadrilítero, interponiéndose entre el ojo y el escenario.

A las 21.30, según marca el guión, una voz cenital anuncia la esperada función, haciendo especial hincapié en la tienda de Avatar, que ejerce de reclamo para los más pequeños. Para los demás: palomitas a 4 € y botellines de agua a 3. Eso sí, cuidado con no perder ningún token para recuperar los céntimos que, con suerte, no caen en las arcas de Pandora por olvido. Comienza el juego de luces que no cesará durante hora y media, salvo los 20 minutos de propina para subir la temperatura y empujarnos contra la barra en lucha encarnizada contra la deshidratación.

Toda una suerte de acróbatas, contorsionistas y profesionales de la arquitectura jurásica engrasan la maquinaria a fin de demostrarnos que no ha sido en balde nuestro dinero, que el sueño azul no se reduce a varios proyectores colgados del techo y orientados a las colchonetas. En cualquier caso, un trabajo voluntarioso y admirable, para los profanos como yo, que nada tiene que ver con la bochornosa herramienta de marketing en la cual se ha tornado el evento. La obra, yerma, como la expresión de Lorca, vilipendiándose a cada paso por no poder parir, por quedarse a medio camino reiteradamente, sin gas, hasta el final, momento en el cual, descontada la modorra, resulta recíproca la abúlica conexión entre partícipes y participantes.

Cuando finaliza el evento, el público, en apariencia tranquilo, abandona el recinto musitando conatos de crítica. Unos digieren la última cáscara de maíz, mientras otros se resarcen con los restos. Con todo, cabe reflexionar si, finalmente, los tímidos aplausos fueron dirigidos a un elenco de protagonistas, víctimas de una irremisible cultura uniformada, donde, a pesar de las advertencias, algunos grababan vídeos fehacientes para el transporte multimodal que favorecen las redes sociales.