ño 2040. Este fin de semana celebramos El confinamiento. Hace ya 20 años de aquellos momentos que vivimos siendo unos niños muy pequeños. Entonces Mikel y yo estábamos en el colegio, Mikel en segundo de Primaria y yo en tercero de Infantil. Irati todavía iba a la escuela infantil. Llegó aquel virus que obligó a todo el mundo a quedarse en sus casas días y días. Nos hemos ido enterando mejor de todo aquello conforme hemos crecido.

Fue en el año 2020. Todo el mundo tuvo que meterse en sus casas para evitar los contagios masivos, evitar que los hospitales se colapsaran y, finalmente, evitar grandes mortandades. Nuestros padres dejaron de irse por las mañanas a todo correr a sus trabajos y permanecían más tiempo del habitual en casa. Pasaban horas con el ordenador: estaban teletrabajando. A pesar de ello, era un gusto tenerles cerca. Nosotros dejamos de ir al colegio cada día, dejamos de madrugar, dejamos de hacer actividades extraescolares€ pero siempre que hemos hablado de ello, recordamos aquellos días como unos de los más felices de nuestras vidas.

No había prisa en ningún momento del día. Empezábamos el día en pijama, jugando un buen rato a lo que se nos ocurría. Ahora la casa de mis padres me parece pequeña, pero entonces me parecía el lugar ideal para buscar escondites y para imaginar historias y juegos con mis hermanos. Cuando en aquellos días nos asomábamos a la ventana no había el ruido del tráfico de siempre: fue entonces cuando descubrimos los cantos de los pájaros en medio de la ciudad. Estaba llegando la primavera, y en los castaños de indias de la calle veíamos cada día el avance de la salida de las hojas. Al principio estaban las ramas peladas y poco a poco todo fue cambiando. En el colegio nos habían hablado de ello, pero nunca hasta esos días de encierro lo pudimos vivir con tanta intensidad: cada día observábamos sus ramas, sus brotes a punto de explotar, sus primeras hojas pequeñitas y luego cómo fueron creciendo hasta hacerse frondosos.

Aquellos días los recuerdo con esa sensación de silencio que envuelve todo cuando cae la nieve, aunque no por la nieve sino porque fueron unos días calmados y alegres para nosotros. A mí no me gustaba quedarme en el comedor del colegio y hoy me doy cuenta de que lo que no me gustaba era el ajetreo y el ruido terrible de tantos niños y tantos cubiertos chocando. En casa empezamos a ayudar a nuestros padres a cocinar. Un día Mikel, otro día yo€ nos poníamos el delantal y, subidos en una silla, dábamos forma a las albóndigas como la mejor plastilina que pudiera haber, o empanábamos los filetes a golpes de puño. Luego nos sabía todo mucho mejor: comíamos algo que habíamos preparado nosotros y nos sentíamos importantes.

Hasta esos momentos nuestra vida era el colegio, el patio y las actividades de la tarde. A nuestros padres les veíamos bastante poco: por la mañana la abuela se ocupaba de llevarnos al colegio y bastantes tardes estábamos con ella y el abuelo. De esto te das cuenta con los años, claro. Pero siempre que hemos hablado de aquellos momentos, los hermanos coincidimos en que fueron días muy felices. ¡Qué bien lo pasamos juntos! Nuestra madre fue guardando los envases de la leche, los lavaba y luego se convertían en piezas gigantes con las que construíamos altísimas murallas o castillos para nuestros juegos. Y nuestro padre se convertía en un cocodrilo poniéndose encima la manta verde del sofá y nos perseguía por toda la casa haciéndonos reír y gritar de emoción.

Días felices, sí. Ahora lo podemos decir. Entonces fueron momentos muy angustiosos para mucha gente que cayó enferma y tuvo que quedarse días y días encerrada en su habitación. Y lo peor, que muchos abuelos murieron (la abuela de Nico, el abuelo de Jaime, nuestra vecina del 2º, la señora Mª Ángeles, el vecino José del rellano de los abuelos, el que una vez nos dio un camión de juguete€ y muchos más) No pudieron siquiera despedirles ni hacerles funerales. La gente entonces ni podía abrazarse ni tener el más mínimo contacto, según cuentan.

Desde entonces, cada año por estas fechas todas las familias nos encerramos en casa un fin de semana entero. No hacemos ningún otro plan. No atendemos el móvil ni las redes sociales, ni nos llevamos trabajo ni nada: tiempo exclusivo para estar juntos y recordar aquellos momentos y las cosas importantes que aprendieron. Cada uno apunta en un papel algo por lo que da gracias y lo leemos antes de empezar a comer y terminamos brindando por la vida. Por la tarde, en recuerdo de todo aquello que fue muerte pero también fue vida, a las 20 horas salimos a las ventanas y pasamos un buen rato aplaudiendo mientras el cielo se llena de fuegos artificiales de mil colores.