Los niños actuales de seis o siete años, cuando sean adultos, y más aún, cuando lleguen a viejos, ¿conservarán en la memoria lo sucedido en el confinamiento? Basándome en la experiencia de haber sido niño en la posguerra y, con la escasa garantía de dejarme guiar únicamente por datos personales, me parece que no, pues, de las consabidas infecciones de infancia, como el sarampión, la viruela y otras enfermedades epidémicas de fuerte impacto, solo recuerdo menudencias indirectas, ya que, a diferencia de los mayores, los pequeños las perciben a su manera y, aunque se dan cuenta de ellas, no distinguen bien sus causas o las deforman sin saberlo. Por eso, la hipótesis de que solo les quedan unas vagas reminiscencias inexactas posee cierto margen de probabilidad.Pues bien, si es así, no cabe sino felicitarles de antemano por verse obligados a retener, sin que se vayan, las diversas vivencias habidas en su ingrato aislamiento de cristal esmerilado. En caso contrario, un hecho tan singular como este les servirá de estímulo para practicar el bello arte de contar a su prole unos sucesos fantásticos ocurridos en tiempos antiguos, con un microbio infinitamente pequeño de protagonista. De todos modos, los niños de hoy han tenido mejor suerte que los de otras epidemias pasadas en las que los contagios se producían no tanto por orden lógico de edades sino, más bien, al azar; por lo que a los niños también les llegaba el dolor y la muerte, como en la cuarentena narrada por Albert Camus en su novela La Peste, en la que un nene muere en el lecho delante de un religioso que reza en voz baja y de un médico que le discute con implacable contundencia: "¡Usted sabe que, al menos este, era inocente!", poniendo en evidencia el problema del mal en el mundo y, sobre todo, el sufrimiento absurdo de criaturas inocentes.