Tiempos convulsos los que nos toca vivir. Como gran amante del conocimiento de los hechos pasados -recogidos en los libros históricos- no me resisto a hacer valoraciones de la realidad que tenemos, en el diario vivir, y lo sucedido en otras épocas.

Tras la primera pandemia por covid-19, se logró mitigar el daño social con varias decisiones gubernamentales. Cierto es que no todos los sectores salieron beneficiados, pero sí queda patente el esfuerzo del Gobierno por minimizar los daños.

La realidad, somos un país que depende del turismo. La necesidad de abrir fronteras para salvar la economía es innegable, por mucho que algunos traten de sacar rédito político a las decisiones tomadas.

Y tras las decisiones llegan las consecuencias. Se disparan los casos de contagio. ¿Por qué? Este es el meollo del asunto. Los pueblos del sur de Europa tenemos unos genes diferentes. Nos va la marcha. La juerga. El peligro. Todo ello está reflejado en nuestras tradiciones. ¿De qué otra manera se puede explicar que personas racionales sean capaces de jugarse la salud y la vida ante un animal cornudo? Sea la celebración que sea. Por eso las consecuencias. O prohíben o no tenemos remedio. Y lo malo, a la vez bueno, esta forma de ser pone muchos a nuestros vecinos de otras latitudes.

Verán ustedes la mala sangre que hacen los ingleses, franceses, alemanes u habitantes de otras urbes por no dejarles que se infecten como les dé la real gana. Al fin y al cabo, solo se muere una vez. Eso sí, nuestros sanitarios seguirán ciscándose en nuestra estupidez, que a ellos afecta directamente.