stamos ya adentrados en el otoño, impregnados todavía de los ecos del verano, del mar, de ese mar que narraba Irène Némirovsky: “no se puede ser infeliz cuando se tiene esto: el olor del mar, la arena bajo los dedos, el aire, el viento”. Llevamos en la piel el tono dorado que nos regaló el sol, entre carreras de olas sedantes y caricias de luminosas burbujas de agua. La climatología trae las nubes y desplaza a los bañistas a sus ciudades, donde se reencuentran con la cotidianidad de la vida. Los peces que dejamos en el mar los vemos ahora en los mercados sobre camas de hielo. Los autobuses recuperan su efluvio y las ciudades bullen laboriosas.

En el enorme arbusto de la política han surgido imprevisibles brotes. El gobierno parece haber tomado como oráculo el filosofema de Ortega: “yo soy yo y mi circunstancia, si salvo mi circunstancia, me salvo yo”. Con la vista ensimismada en la deslumbrante luz de las urnas, Pedro Sánchez ofrece un bocadillo cultural de cuatrocientos euros, en el terreno abonado de una generación que, no sin razón, solo ve victimarios y víctimas. Poner en mayúsculas este tipo de estrategias degrada la cultura a un menester subalterno, y queda en evidencia la jubilación del intelectualismo político, tejiendo y destejiendo al albur de su conveniencia, en el telar de las estructuras capitalistas. La sociedad precisa grandes inadaptados, como Baudelaire, Rimbaud o Mayakovski. Carecemos de resonancias que nos signifiquen, al estar mediatizados por los atavismos y lo ortodoxo, generándose la congelación de la disparidad ideológica. Estamos llegando a la plena ejecutoria de lo pragmático, que anula el inconformismo social, dejando tan solo los posos de una desorientada rebeldía en estado de letargo. Una parte de la política trabaja para la nada. Desquicia y zarandea este desenfoque de los problemas reales de la sociedad. En el aspecto psicológico se produce un estado anímico que rebaja la potencialidad del ser, inmerso entre la timidez y la pereza. Los moralistas franceses del siglo XVIII, como La Bruyère o La Rochefoucauld, destaparon las miserias que ocultan las grandilocuentes palabras de la moral y la ética, en función de la servidumbre hacia móviles soterradamente ocultos que confunden al ingenuo hombre de bien, encerrado en su castillo interior y resignado al sufrimiento. Hay un fragor de agua falsa en la ética y no es posible hablar con criterio sobre ella, si no tenemos la oportunidad de traicionarla. Schopenhauer declaró que “el mundo se reduce a mi representación”, alegando que “solo lloramos por los males ajenos cuando vemos en la situación del doliente nuestro propio destino”.

El hallazgo excelso del progresismo ha sido crear un fenómeno extranatural, nombrando a los españoles portadores de un silencio que redime al gobierno, logrando un surrealismo que nada en lo subjetivo e institucionaliza la alternancia de verdades y mentiras, en forma de necesidad por el bien nacional. Este surrealismo choca de frente con el realismo español, dado a la lógica más que a la filosofía, dejando poco espacio para que los sentidos actúen sobre el pensamiento. La política disonante, en conflicto con los problemas de la sociedad, se mueve entre varias aguas y oculta, con su naturaleza anfibia, su yo más profundo. Se infravalora la inteligencia de la ciudadanía para propiciar opiniones clarividentes.

Es la gente honesta la que, ante los graves problemas sociales, pone en práctica los versos de Alberti: “a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar”.

En política, como en la vida, nada viene a instalarse. Hay triunfos que, sin llegar a pírricos, van anunciando una agonía.

Llega noviembre. Miles de lugares como Berichitos, donde tantos dejaron su última hoja, se llenarán de flores, reflexiones y añoranzas hacia los seres que amamos y que supieron arraigar en nosotros, dejándonos el recuerdo y la belleza de una vida compartida de amor y trabajo, ayudándonos en nuestras reflexiones a no ser rehenes de lo superfluo.

La política disonante, en conflicto con los problemas de la sociedad, se mueve entre varias aguas y oculta su yo más profundo

Miles de lugares como Berichitos, donde tantos dejaron su última hoja,

se llenarán de flores, reflexiones y añoranzas