Aunque por el título pueda parecerlo, este escrito no es una ficción sino un hecho real que nos ocurrió a mi hermano pequeño y a mí en la Nochebuena de 1952, cuando el resto de la familia se había ido a Misa de Gallo. La noche era oscurísima, soplaba el viento, y más en nuestra calle, que por algo se llama del Cierzo. Todo el barrio fue a la función religiosa, solo nosotros dos permanecimos en casa después de sujetar la puerta de entrada con la tranca. Jugamos al Alubí: mis lugares de refugio eran el desván, detrás de algún mueble viejo, dentro del horno de pan casero, o el cuarto de las ratas, una estancia sin luz natural donde nos encerraban con llave cuando hacíamos trastadas mayores. El resto del tiempo nos entretuvimos en la cocina con tabas, carticas y cromos reunidos. De repente, oímos un ruido ronco que procedía del corral de los bueyes: los dos nos miramos con cara de susto, por si pudiera ser el Caimán, un andariego corpulento, vestido con prendas de ropa vieja, que iba por los pueblos y daba mucho miedo. Cogí el cuchillo del cajón de la mesa y lo empuñé igual que un espadachín de películas del cine parroquial. Al instante, se sintieron unos pasos cortos que ascendían por los escalones hasta el rellano que da a la sala para bajar, en forma de pisadas más ligeras, hacia la cuadra y saltar a la calle por una pequeña ventana. Diversos mugidos de los mansos nos dejaron la respiración suspendida, por momentos, hasta sentir el rumor sordo de la lluvia y las voces de vecinos junto a familiares que venían de Misa de Gallo cantando: “las estrellitas que hay en el cielo forman un velo de blanco-azul”, uno de los villancicos más representativos del pueblo. -¡Papá, mamá!- gritamos a la vez- sin que el disgusto nos hubiera paralizado la lengua, aunque tampoco podíamos evitar el sofoco y la tensión al contar lo sucedido, mientras nos besaban y cogían en brazos...