lgunos expertos en bioética entienden la vacunación como un acto que no se puede obligar. Se debe garantizar su acceso y una adecuada promoción, pero no se puede obligar porque detrás hay unos derechos fundamentales individuales que deben preservarse. En la misma dirección, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recela de la vacunación obligatoria, que se considera un último recurso y solo aplicable cuando todas las opciones viables para mejorar los índices de vacunación se hayan agotado. ¿Y no habrá llegado ese momento?, pregunto yo.

El fuerte repunte de los casos por la propagación de las variantes del coronavirus y una deficiente -y egoísta- campaña de vacunación, en medio mundo solamente, han llevado a algunos gobiernos a tomar medidas que implican la exigencia de inmunización para parte o toda la población. Francia implementó la exigencia de inmunización a los trabajadores de la salud siguiendo los pasos de Italia o Grecia, que han aplicado obligaciones severas. Lo mismo que en Australia. En Indonesia fueron pioneros en la vacunación obligatoria, y eso que no existe abastecimiento suficiente de vacunas para toda la población, pero la medida buscaba evitar el rechazo a los fármacos. En una situación similar está el Estado Vaticano, con posibles sanciones a empleados que rechacen la vacunación sin motivos de salud.

Y entre nosotros, ¿es obligatorio vacunarse? Puesto que no se ha desarrollado una ley específica para la vacuna del covid, hay que acudir a las disposiciones generales de la Ley de Salud Pública que prohíbe obligar la vacunación, ni siquiera a colectivos puntuales en pandemia. Tampoco un empresario podría obligar a sus trabajadores a vacunarse. Aún así, atención, la ley sí permite obligar a vacunarse en casos de riesgo contra la salud de terceras personas. Pero de este hilo nadie quiere seguir tirando, conformándose con señalar que, con carácter general, debería llevarse a cabo una reforma de la ley sanitaria donde se recoja el caso específico de la vacuna contra la covid-19, y ser aprobada por el Parlamento, o desarrollar una modificación legislativa a través de un decreto.

Ese hilo legal, coincidente con los criterios éticos más básicos, justificaría la vacunación obligatoria a personas o colectivos que podrían extender el virus, y en este grupo entrarían los médicos y el resto de profesionales sanitarios y, en general, quienes atienden al público, ya que aquí no está en juego solo la salud de uno mismo, sino la de los demás. En el caso médico, sería aplicar su propio código deontológico y cumplir la máxima hipocrática primum non nocere (lo primero, no hacer daño). Pienso también en quienes se pasean por su empresa o haciendo compras en horas punta sin haberse pinchado.

Los que rechazan vacunarse o están indecisos suponen un porcentaje significativo de la población, cuando lo cierto es que la variante Ómicron sigue siendo un virus peligroso, "sobre todo para los que no están vacunados", afirma el director general de la OMS. Por algo existen lugares, como la zona francófona de Canadá, que estudia poner un impuesto a los que rechacen su vacunación por los sobrecostes médicos que supone. El virus ataca en su sexta ola poniendo patas arriba la salud, el sistema sanitario y el económico, el ánimo del corazón y las relaciones sociales, mientras ese nutrido grupo de ciudadanos y ciudadanas anti-vacuna apelan al derecho legal que comentábamos hace un momento.

Su derecho individual es más importante que el colectivo, se dice. Pero esto es una falacia ya que el derecho colectivo como tal no existe; en todo caso, será el derecho individual a no vacunarse que se contrapone al derecho individual muchísimo más numeroso dispuesto a vacunarse. Si me salto una señal de stop en la carretera, me multan severamente... si no me mato en el intento. Pero si no me vacuno, me contagio y además contagio a otros, es un derecho que conlleva los gastos sanitarios propios y los producidos por mi legal irresponsabilidad.

La conclusión evidente es que estamos ante un problema político que se arregla en una sesión parlamentaria consensuada para modificar la ley. Pero no se ha hecho, atentos los partidos mayoritarios a las encuestas, a pesar de casi dos años acumulando muertes, gastos hospitalarios enormes, estrés sanitario, bajas laborales, desazón social e impacto económico severo... ¿Tiene sentido seguir así cuando hay países europeos que han tomado medidas para salvaguardar a la mayoría social obligando a la vacunación o al confinamiento de quienes no quieren vacunarse? Estoy pensando no solo en recursos y dinero, sino en el riesgo evitable que pudo ser para tantos enfermos de carne y hueso y sus familiares. Al menos "tu derecho a no vacunarte, mi derecho a no contagiarme" hubiera justificado el confinamiento obligatorio ante la negativa a vacunarse. Pero tampoco.

Nos hemos apergaminado en los derechos sin darle tanta importancia a los deberes, algo que nos está pasando factura en casi todo, porque ambos son las caras de la misma moneda, llamada bien común y entendible solamente como la suma de cada una de las individualidades, de todas y cada una.