En 1797 Coleridge se sintió indispuesto y tuvo que recurrir al auxilio de un hipnótico que le dejó dormido. Sea por el opio o por un pasaje de Purchas que estaba leyendo en el que se relata la edificación de un palacio por Kubla Khan, las imágenes se multiplicaron en el sueño como en un caleidoscopio, de tal manera que rebasó su propio conocimiento y al despertar el poeta recordaba con nitidez sobre ese palacio más de 300 versos caídos del cielo. Llevaba escritos una treintena cuando fue interrumpido por una inoportuna llamada en la puerta de su vivienda. Fue a abrir y en el corto espacio de tiempo en el que transcurrió la conversación, se deshicieron en la nada la mayor parte de ellos y ningún esfuerzo los consiguió rescatar del olvido. Se da la casualidad de que a Kubla Khan se le reveló en sueños cómo tendría que ser el palacio que construyó. No resulta sorprendente que otro visionario soñara con edificaciones. Sucedió en la lejana China doscientos años antes de Cristo, aunque nada ni nadie hayan dado pruebas fehacientes de ello. Una tremenda, desaforada e inevitable guerra estaba llamando a las puertas de su país sin precisar fecha. Nada habría cambiado en el acontecer de la historia si el soñador no hubiese sido un poderoso emperador de la dinastía Qin, la única persona de su reino que podría contrarrestar el maleficio de ese sueño de mal agüero. Este hombre, del que cualquier palabra que cayera de sus labios sus sirvientes la habrían recogido en el aire antes de que tocara el suelo para convertirla en tres dimensiones, se atrevió a iniciar una obra de ingeniería delirante como el delirante sueño que la impulsó: la Gran Muralla China. Se dice que esa guerra soñada todavía no ha sucedido. En la espera esa defensa se ha quedado pequeña y las armas se han vuelto demasiado grandes. "Ya tenemos una guerra", me dijo un amigo enfadado. "¿Para qué quieres otra? No es otra. Es la misma, respondí yo. Todas las guerras son, a plazos, la misma. Como los océanos, que los troceamos con nombres pero una botella con un mensaje dentro podría recorrer el mundo entero. Como la lluvia, que toda es una, que cae, se evapora, se levanta y vuelve a caer si se dan las condiciones necesarias. Como la guerra. La evaporación para la lluvia es como la economía para las guerras porque, como dijera Herbert Marcusse, cuando se atascan las relaciones comerciales, se inician las diplomáticas; y cuando se atascan las diplomáticas, comienzan las bélicas. No hay guerra cuyo único motivo, reconocido o encubierto, no haya sido siempre el económico. Porque en el fondo solo es una cuestión económica esta guerra se debería poder parar. ¿Quién parará la lluvia?, preguntaban los Creedence hace 50 años. ¿Quién parará la guerra?, pregunto yo.