sto es un poco como cuando a los dos meses de tener hijos te sorprendes paseándolo por el garaje a las 6 de la mañana para que se duerma y no en casa para que duerma tu pareja y no en la calle porque hace tres bajo cero y nieva y te preguntas ¿qué leches hacía yo antes de que llegase este cacho carne? Vamos, es tan omnipresente, incluso pasados años, que es una pregunta que te asalta montones de veces y tienes que hacer esfuerzos para efectivamente recordar qué hacías antes. Con el coronavirus esto ha sucedido en apenas dos semanas. No me acuerdo muy bien qué hacía, la verdad. Tengo la sensación de llevar metido en un tupper todo este tiempo, cocinando todos los días lo mismo -lo cual es falso, pero es la sensación que se me queda-, sin apenas variaciones entre un día y otro, alimentando ese sentimiento de que se te olvidan cosas, de que te duelen huesos, de que subes y bajas por la espiral de todas las emociones buenas y malas varias veces al cabo del día, con sus lágrimas incluidas, mientras a veces te ríes sin parar con cualquier bobada. Y eso que llevo teletrabajando los últimos 13 años. Estoy, por tanto, muy acostumbrado a esto, pero eso lo compaginaba con unas pateadas de mil pares de órdigas y con una de las cosas más agradables que se han creado: deambular. Ir a alguna parte sin pretenderlo, sin más, echarte a andar y ya, hacia donde sea, sin objetivo concreto. Eso echo de menos. Echar un café de bar, eso también. Poca cosa más, la verdad. Quiero decir: no sufro, no tengo derecho. Pero sí que noto que tengo la cabeza más pesada -incluso- y que esto a nivel mental a mucha gente le puede hacer daño real. No estamos hechos para estar tanto tiempo entre paredes. No queda otra y es lo que hay que hacer. Pero en cuanto nos den suelta igual me echo a andar sin parar a ver si deshago este nudo. Les deseo a todos ustedes que puedan deshacer también los suyos.