omo todos nosotros, sentí una enorme pena al enterarme del asesinato del periodista navarro David Beriáin y del cámara Roberto Fraile. Son noticias que te hielan la sangre y ante las que, por supuesto, solo cabe mandar un abrazo virtual pero real a su familia y amigos. Beriáin metía la nariz en zonas del planeta en las que hay un mayor riesgo vital que en el día a día de occidente y lo hacía, según él mismo, "porque es mi manera de estar en el mundo". Imagino que sin periodistas y periodismo así habría cosas de las que jamás nos enteraríamos. En ese sentido, siempre hay que agradecer a esta estirpe de hombres y mujeres que han hecho de esa clase de periodismo su manera de vivir y trabajar, aunque en muchas ocasiones el exceso de halagos que reciben les incomode, puesto que saben que, en el periodismo, en casi todas las formas y maneras de buen periodismo, que son muchas y muy diversas, hay profesionales tan o más válidos que la clásica imagen del reportero aventurero o del enviado especial. Quizá sea cosa de las películas, de los libros, tal vez en parte de las propias facultades, que suelen invitar a estos periodistas como si de estrellas del rock se tratara en ocasiones, pero a veces ellos y ellas se encuentran incómodos con esa imagen: "No soy un yonqui de la adrenalina, no me gusta el riesgo". Pero el riesgo es inherente a conocer cosas que hay gente que no quiere que se conozcan y el riesgo, aunque quizá no físico o no al menos al nivel de algunos países, está también en el día a día, en la radio local, el pequeño periódico, la televisión, la agencia, en el pequeño pueblo en el que se informe. No el riesgo que corría Beriáin, sino el de ser marcado como las reses. Por ejemplo. Beriáin evitó durante décadas la molestia de que le endiosaran y eso dice más de él que los méritos que hizo para que eso fuese merecido, que fueron muchos. Descanse en paz.