es he de reconocer con total honestidad que el domingo cuando leí que Putin había ordenado poner en modo alerta su "contingente de disuasión nuclear" no me mee en los pantalones porque ya habría meado hace poco, porque por falta de miedo no fue. Aún me dura la impresión, lo admito. Lo reconozco: sé que será inconcebible, que pocos le dan ninguna verosimilitud, que habrá muchos mecanismos para impedir que una sola persona decida algo así, pero a mí lo del holocausto nuclear me da miedo. Ya, ya, a todos, lo imagino, pero es que a mí se me cruza por la mente más de lo que me gustaría. Tal vez es que me pilla bajo de defensas o más dado al canguelo o yo qué sé, pero aunque mi mente racional lo ve inviable y así me lo comentan muchos y muchas y todo eso, pues de vez en cuando creo que es inevitable pensar en un escenario así, el de un líder herido en su orgullo o derrotado o ya de vuelta que es capaz de querer acabar con todo antes de quedar como el único derrotado. Los que crecimos en los 80 tenemos muy metido en el sistema nervioso eso del cataclismo nuclear: las escenas de los desfiles en la Plaza Roja con los misilacos al frente eran el día a día, por no hablar de que la Guerra Fría ocupaba mucha parte de la actualidad durante años. O de las cientos de películas y libros al respecto. Seguro que es solo un miedo pasajero, pero yo por si acaso lo suelto, porque dicen que si se cuentan por la mañana las pesadillas de la noche no pasa nada malo, así que ahí les ha ido. Sobre todo me entra el canguelo irracional por los más pequeños, claro. Yo tengo uno de ocho años, pero hay miles de millones de ellos y todos merecen poder disfrutar de la vida. En Kiev, en Jarkov, en Ternopil, en Moscú y en el Donbass, donde han muerto muchos y no nos hemos enterado o querido enterar. En todas partes. No merecen pagar por nuestros errores, actos y omisiones.