ejos, lejísimos de mi intención juzgar las razones profundas o las emociones tan respetables como las contrarias que llevan a cada persona a hacer una cosa u otra -irse, quedarse, pelear, no pelear- cuando de algo tan trágico como de que invadan tu patria se trata. Mi patria es mi hijo, así que no tengo ese concepto muy desarrollado, pero si defendiendo a mi hijo se da la circunstancia de que defiendo a su vez a mi patria quién me dice que no lo haría. Pero no lo sé, no soy capaz de saberlo puesto que jamás me he visto en esa tesitura. Por eso me daña y me resulta obscena la aparente facilidad con la que desde nuestros cómodos ordenadores y casas animamos o jaleamos la heroicidad ajena o siquiera les decimos que aguanten o ir a por ellos o a por él o cuando eso se hace desde una columna o una radio o una cafetería. Me causa vergüenza, puesto que creo que siendo del todo respetable lo que cada cual decide hacer con su vida lo que veo desde miles de kilómetros de distancia es que es una pelea en vano, en balde, que cuanto más se prolongue más infinito dolor va a causar y eso, siento decirlo, es algo a tener en cuenta. Solemos decir en la vida real que una retirada a tiempo es una victoria y en cambio nos gusta mucho vestir de épica y de heroicidad la muerte y la resistencia, la ajenas, claro, cuando las opciones de no ser arrasado son casi nulas, cuando los tipos que tienes delante son los que son y tienen la hoja de ruta que tienen y los manda una élite y un tipo que saben que tienen poder, la intimidación y freno enormes que suponen 6.000 cabezas nucleares. Malas cartas, se suele decir. Sí, muy malas, es un dolor enorme que así sea, pero todo indica que es obvio que así es. No sé, temas muy complejos, que desde aquí solucionamos a veces con las habituales raciones de testiculina, honor en espalda ajena o insultos gruesos al déspota. Bien como desahogo, pero no más.