n las últimas semanas hemos asistido a la irrupción absoluta en el circuito masculino de tenis de un chaval de 19 años de Murcia llamado Carlos Alcaraz, que ha jugado como pocas veces se ve y que ha ganado a los mejores del mundo para imponerse en varios torneos y encaramarse a la sexta posición del ranking de la ATP. Con una derecha que es más un martillo pilón, un revés a dos manos muy potente, un saque notable y unas dejadas de ensueño, los adjetivos la verdad es que se acaban al verlo. Además, por ahora parece que no le afecta la presión y todo lo lleva con una tranquilidad pasmosa. Como era de esperar, medios de comunicación y comentaristas en su mayoría y ciudadanos sin más en las redes sociales ya le auguran colocarse codo con codo con los grandes de la historia. Es lo habitual en este país, inventor del adjetivo superlativo y experto vendedor de pieles de oso. Todos vimos en su día debutar a gente como Wilander o Edberg o Becker, precoces estrellas que ganaron varios grandes, pero que convivieron entre ellos y con varios más en el circuito y que no llegaron a 10 títulos de Grand Slam, cifras que los estratosféricos Nadal (21 victorias), Federer (20) y Djokovic (20) sí que han alcanzado y de manera sobrada. Bien, ya se está ubicando a Alcaraz, al menos en cuanto a juego, a la altura de estos, puesto que a dos de ellos -Nadal y Djokovic- ya les ha vencido y, especialmente, por los visos que tiene su juego. Recuerdo que cuando salió Seles pareció que jamás nadie le ganaría. O Hingis. O lo mucho que han prometido tantos chicos como chicas que luego sí fueron grandes pero ni mucho menos lo que se decía de ellos y ellas. La elite, el llegar, mantenerse, pelear con la cabeza, con las lesiones, con la autoexigencia, con rivales nuevos que surgen, es un escenario durísimo que muy pocos logran capear hasta convertirse en leyendas. El chaval no ha hecho ni empezar.