la vista de los últimos titulares de prensa se diría que el deseo de normalidad era esto: barra libre y llenazo en bares y terrazas. He de admitir que si es así, tengo un problema. No sé si de memoria o de vejez. O quizás haya extraviado la alegría.

Recuerdo aquel romanticismo de principios de la pandemia, cuando salíamos a los balcones prometiendo ser más solidarios y mejores personas pues la vida se nos iba entre las manos mientras el dolor se sometía a un cálculo disciplinario. Y recuerdo cómo elevamos a héroes a gente invisible hasta la fecha: enfermeros, médicas, kellys, cajeras, farmacéuticos, cuidadoras, repartidores, barrenderas, panaderos, fruteras. Pues todas ellas sostuvieron aquella odisea inacabada pero al parecer ya olvidada. Y nos prometimos politizar todo aquello y enmendar la plana a los responsables de tanto desaguisado que se hizo visible. Y nombrar las cosas que de verdad importaban, porque la pandemia nos golpeaba con muertos a diario y la tiranía de una realidad que mostró nuestras costuras. Por si no las sabíamos ya. Y dijimos que aquel virus inclemente lo habría tenido más difícil con un mejor sistema público de salud, mejores y más agiles prestaciones sociales, más residencias públicas, mejores convenios, un mercado laboral diversificado y una economía que no dependiera tanto del turismo hiperinflaccionado que mandó al paro a miles de personas. Lo dijimos con cinco millones de pobres de solemnidad y casi tres millones y medio de parados sin futuro. Gente que sigue ahí, en medio de una asfixia extraña. Lo dijimos con una energía neurótica y prometimos cambiar. Ya.

Pero no jodamos la fiesta. Llenemos los bares, y desde la barra convertida en el mejor observatorio de la recuperación pospandémica, brindemos. Volvemos a nadar en aguas tranquilas. Lo demás fue un resplandor. Otra ronda.