abía sobrepasado los 60, edad que ahora son los 40 de antes. O eso dicen. Ahí estaban algunos amigos suyos para confirmarlo. Gente que con esos años no ponían límite a sus sueños de adolescentes reeditados. Algunos incluso se vestían como sus hijos para abolir cualquier brecha entre ellos. Pero él sabía que esa edad rugía por dentro. Como cuando se rompe una viga maestra. Coincidía con Goethe quien dijo que "envejecer significa retirarse gradualmente de la apariencia". Pero no por ello renunciaba a nada. Porque envejecer era como estar bajo arresto domiciliario. Eso pensaba cuando se quedaba a solas flotando en su memoria. Y claro que se negaba a ser rehén del DNI. Él mismo tenía un hijo milenial cuya forma física era peor que la suya. Pero el día a día se imponía.

Esa semana tenía cita para recoger los resultados de una analítica propia de la edad. Y como siempre que esto ocurría, la noche anterior no durmió preso de esos miedos que uno tiene sin saber su procedencia. Dio vueltas en la cama hasta la hora de la consulta donde esperaba recibir algo así como el fin de un indulto inmerecido. A la hora señalada entró en la consulta como se entra en una noche sin amanecer. Su médica le allanó el camino: colesterol, tensión alta y ligero sobrepeso. Visto así era la trilogía del infarto, pero nada que apuntase a vivir pendiente de un hilo y depender de los tantos por ciento. Hoy día había medicación para todo y la ciencia nos regalaba 30 años más de vida. Así que el miedo a ese bulto interno que funciona como el imperialismo expansionista, de momento, podía esperar. Salió de la consulta con varias recetas y un aviso de la doctora: la longevidad es una verdad estadística pero no una garantía personal. Ya en casa se acordó de Ernesto Burgio quien le dijo una vez "no se puede alargar la vida sin quitarle dignidad". Y en eso, él era muy digno.