cómo pasa el tiempo. Ya hace más de cuarenta años de que Braudrillard dijera aquello de que lo único verdadero es el simulacro. Antes se daba por supuesto que el ámbito de la política era lo real. Después de Baudrillard, no queda otro remedio que admitir que el ámbito de la política es la televisión y el simulacro de realidad que la televisión diseña cada día. En ese sentido, la televisión (y últimamente también las redes sociales) constituyen lo que podríamos denominar el espacio de la simulación común. El lugar en el que se representa, de un modo cada vez más troceado, acelerado y estridente lo que se supone que es la delirante política de nuestro tiempo: el nuevo foro público. Y no hay otro. Lo que es es televisión. Lo que no es televisión no es. Así que, aceptémoslo: los políticos de hoy son actores. Y lo saben. Lo saben prácticamente todos. Los que al principio no lo saben lo aprenden enseguida. Los que no quieren aceptarlo (que son pocos) acaban dejándolo. Y ojo, porque a veces -casi siempre- los gestos más dignos, las actitudes más convincentes, las frases que nos resultan más creíbles y honestas son precisamente las más preparadas, las mejor simuladas, las que han sido elaboradas con cautela y pronunciadas con oficio. Sánchez es bueno en esto. Pero no nos engañemos, todos lo son. Además, también saben que deben protegerse porque la excesiva exposición mediática es peligrosa y acaba quemando más que el sol. Respecto a nosotros, bueno, somos espectadores. Somos críticos, claro. Somos exigentes. Queremos que los diálogos resulten verosímiles, que los guionistas tengan calidad. Nos hemos habituado a decir constantemente me gusta o no me gusta para sentir que estamos informados. Pero a la vez nos hemos habituado a la perversa suspensión de la incredulidad. La serie de más éxito en TV es el Telediario. Y probablemente también la más capciosa. La postpolítica es la entronización del simulacro.