l sábado comimos con unos que dicen que se van a Perú. Luego estuvimos tomando una cerveza con otra que dice que ya tiene los billetes para Bali. El domingo en el aperitivo, la alegre pareja de edad madura pero todavía de buen ver nos cuenta que se van al Cañón del Colorado y luego a no sé dónde. "Pues yo me voy a Taiwan", responde la amiga de mi mujer. Hay más: conocemos a otros que tienen reserva para irse a la Polinesia. Somos putos turistas. Además no es que se vayan a Burdeos o a Oporto que son bonitos y están aquí al lado. La gente se va cada vez a sitios más raros. Yo a los lagos de Finlandia, dice uno. Yo a hacer un treking por el Himalaya, dice otro. Odiamos a los turistas, pero lo somos. O sea, nos odiamos a nosotros mismos. Lo siento: estamos locos. Toda la humanidad, quiero decir. Y estamos volviendo loco al planeta. Aquí se supone que debería haber un equilibrio. Pero, al parecer, hemos llegado para hacerlo trizas. Ahora, claro, están todos un poco preocupados. A lo mejor tenemos que suspender el viaje, dicen. Y no son solo los billetes de avión. También está el hotel y demás. En fin. Quizá tengamos que parar un poco. Quizá esté llegando el momento de pensar seriamente en esto. Y cuando digo seriamente no me refiero a hacer una serie. Ya hace cinco años que se superaron los 100.000 vuelos de avión diarios. Diarios. Un día tras otro. Habría que ir pensando en bajar un poco el pistón, ¿no? De todas formas, es preocupante comprobar el modo en que la economía mundial depende ya del turismo. Vuelos, hostelería, comercios. En Ginebra están aterrados porque ya no vienen los chinos y japoneses a comprar sus mierdas de joyas y relojes carísimos. Venecia vacía, ¿te lo imaginas? Los museos desolados. La bolsa a punto del colapso. Qué mundo. En fin, me voy a dar una vuelta por el paseo del río mientras pienso en todo este circo.