abía pensado escribir un bonito y emotivo discurso de despedida del 2020. Al estilo del monólogo de la calabaza. Pero no lo voy a hacer. No se me ocurre nada lo suficientemente bonito. Que lo escriba otro. Ayer vi a una señora, ya mayor, que llevaba un perro pequeño con abrigo, gorro de lana y en silleta. Pensé, el futuro va a ser la monda. Y me dije: todavía no has visto nada, los cambios que se avecinan van a ser fascinantes. Pero, al instante, dudé de mis propias palabras. Como si hubiera otro dentro de mí (un optimista) tratando de convencerme de que merece la pena seguir viviendo. ¿Alguno de ustedes duda en ocasiones de sus propias palabras? Piénsenlo. Yo no sé si estoy bien o no estoy bien, yo ya no estoy seguro de nada, pero creo que es mejor que no nos creamos todo lo que decimos. Porque, quien más, quien menos, todos decimos unas chorradas de espanto. Al fin y al cabo, ¿qué decimos? Nada, no decimos nada. Lo que oímos por ahí. Y ni siquiera somos capaces de repetirlo bien. Porque la mayoría de las veces lo repetimos de pena. En ese sentido, el tono juega un papel esencial. No importa lo que se diga, hay que proyectar convencimiento. Yo tengo un amigo que tiene un tono de primera. Superfiable. Como si lo hubiera adquirido en una ferretería alemana. Te dice algo sobre el virus (o sobre cualquier otra cosa) y te lo crees. Al día siguiente te dice otra cosa distinta y también te la crees. No dudas. Y es por el tono que usa. Rotundidad germánica. Lo malo es que, en cuanto te alejas un poco de él, empiezas a dudar de nuevo. La rotundidad es efímera, amigos. Si os fijáis, dura poquísimo. Pasa un día y ya han cambiado las cosas. Sin embargo, la vacilación te puede durar toda una vida. Si optas por la vacilación puedes estar seguro de que nunca te abandonará. Además tiene encanto. ¿Quién querría hoy en día estar seguro pudiendo dudar de todo tranquilamente? También vi otro perro con pañal. El futuro promete, no me digan que no.