Vamos a suponer que digo verano, escribo la palabra “mar”, la meto en un sobre y la llevo colina abajo hasta el buzón. Cuando lo abras donde nadie te observe, se te escurrirán miles de granos de arena entre los dedos, cristales salinos que encierran amaneceres y puestas de sol como diamantes arrancados a un acantilado, rayos de luz cegadora, toallas tendidas al aire del Mediterráneo, aceitunas y lingotes líquidos de oro de malta. Cuando lo abras donde no te dé vergüenza quedarte ensimismado y envuelto en una sonrisa felizmente estúpida, un viento que huele a pino te revolverá el pelo y esconderá entre tus mechones puñados de agujas verdes, las gaviotas ensordecerán los motores de los autobuses y minúsculos peces de plata bailarán entre tus tobillos recién guardados en calcetines. De nuevo. Cuando lo abras donde necesites escapar de todo lo implacable que significa septiembre, una marea transparente te sumergirá en tus deseos primeros entre rocas musgosas y caracolas y una cascada poderosa que nace en el manantial incontenible de las risas infantiles ahogará las voces de jueces, ministros de interior, políticos, empresarios, sabelotodos y locutores. Sus aguas vigorosas arrasarán cada estrato de tu agenda dinamitando la terquedad de tareas pendientes y llamadas ineludibles hasta pulir una llanura blanca y limpia como un espejo de agua o una mar de tierra en calma donde no hay nada más que tú mirando un horizonte. El tuyo. El presente. El que vas a dibujar procurando no olvidar todo lo aprendido y lo desaprendido en estas semanas que parecían infinitas. Cuando abras la carta te acordarás de aquellos días y de lo mucho, lo muchísimo que te echo de menos, verano. (Gracias por Colibrí, Raymond Carver).