ace año y medio Ratzinger reconocía que le costó mucho renunciar a ser Benedicto XVI. Hoy sabemos que más aún le costó denunciar. Ni denunció ni sancionó ni actuó ante los abusos sexuales cometidos bajo su jerarquía cuando sólo era Ratzinger y arzobispo de Munich, que no es precisamente ejercer de párroco de un pueblo de 2.000 almas perdido en la Selva Negra. En el poder y la responsabilidad inherentes al cargo que ostentó durante cinco años no hizo nada en al menos cuatro casos de abusos a niños llevados a cabo por clérigos situados bajo su jerarquía. Ahora, a sus 94 años, con aspecto ya de abuelo y acompañado por un asistente personal que se encarga de hacer audibles y “comprensibles” sus declaraciones, Joseph Ratzinger rebate esta acusación. No sabía nada. Es él contra los abogados. Los que han presentado el informe de la pedofilia eclesiástica en la archidiócesis de Munich entre 1945 y 2019. En sus páginas asoma esta nueva punta de un iceberg terrible cuyo volumen sumergido aún es insondable. Aunque el horror, como los cadáveres, termina por emerger a la superficie. 173 sacerdotes abusaron sexualmente de al menos 497 niños. Es bestial. Es un ejército de curas enquistando en la infancia de medio millar de niños experiencias oscuras y viscosas envueltas en la manta perversa de la culpa. Si te detienes a pensarlo, si te sacudes la anestesia que nos provoca la sobredosis de información, dan ganas de acercarse al perímetro de seguridad del monasterio donde vive este abuelo. La tercera edad ha suavizado incluso el rostro de Ratzinger como les ha ocurrido a otros protagonistas de la Historia, Rodolfo Martín Villa, Augusto Pinochet, Rafael Trujillo... que han tenido que sentarse o no ante un tribunal por su condición de criminales, asesinos o delincuentes que ordenaron, protagonizaron, alentaron o permitieron muertes, violaciones y abusos infantiles.