e lo encontré ayer embutido en una camiseta térmica, mallas, pantalón corto volandero por encima para no marcar y deportivas fluorescentes. Discreto como el faro islandés de Svörtuloft, una torre naranja sobre roca negra. Ahora es runner y lleva un vermú preparado en la mano. Viernes, una menos cuarto de la tarde. Lo veo feliz. Me ha costado reconocerlo, por el lugar, la hora y sobre todo porque a un médico le quitas la bata blanca y el fonendo y pierde identidad. La semántica de los uniformes. Resulta que se ha prejubilado. Cumplió 60, hizo sus cálculos, mejorados por la herencia inopinada de una tía lejana -estas cosas deben de existir- y decidió que hasta ahí. Adiós a más de treinta años de médico de Atención Primaria y hola a expandir el tiempo. Y eso que lo de Joseba era vocacional. Le gustaba escuchar a abuelos, madres, hijas, diabéticos, asmáticas, serles útil y acompañarlos en la larga distancia. A ver qué nos cuentan esos pulmones, Juantxu. Te doy un mes para dejar de fumar, y no me mientas porque lo sabré. Y lo sabía. Médico de familia. Los estudiantes de Medicina en prácticas también se enamoran de este trabajo integral. Pero hoy nadie lo quiere. La consejera vasca de Salud ha hecho un llamamiento para cubrir estos puestos. Joseba deja el Martini sobre la barra y mientras saborea la aceituna me explica que no es por el sueldo, aquí cobran bien, sino por los 10 minutos máximo que pueden dedicar a cada paciente. Hasta 30 pueden ver hoy al día. Si son robots, 40. Sumando el tiempo de burocracia. Joseba se prejubiló hace dos años, con un estrés y una frustración profesionales que la pandemia ha multiplicado para quien sigue ejerciendo. Reconoce que le costó dejarlo pero que esas condiciones obligan a priorizar gestión del tiempo sobre calidad en la atención. Y eso, si eres un médico al que le gustan las personas, es insostenible. Hay reconocimiento institucional, me dice, pero falta acción. Y sale trotando ligero hacia la ría.