Se lo cuento, y así no se olvida: “Si alguien deja nacer a un enfermo, deberá someterse a la posibilidad, no solo de que el enfermo lo denuncie por su crimen, sino de que sea la propia sociedad, que habrá de sufragar el coste de los tratamientos, la que lo haga. Ellos tratan impunemente de imponernos su particular diseño eugenésico: hijos tontos, enfermos y peores. Eso es una inmoralidad, y quien la cometa deberá asumir la responsabilidad económica de haberlo hecho”. Arcadi Espada expuso sin complejos su liberal opinión pero, cuando le tocó defenderla ante el dignísimo padre de un niño con síndrome de Down, prefirió largarse.

Yo estoy en contra de refutar teorías con emociones, y por eso las víctimas no siempre tienen razón. Sin embargo, a toda idea le conviene un paseo por la realidad sentimental, no vaya a flipar de etérea. De otro modo, más que reflexión humana es fórmula química. Si aquí se pecó de insensibilidad durante décadas fue, entre otros motivos, porque ebrios de cháchara política evitamos alumbrar la sombría sombra de las viudas, ese horror al vapor que derretiría tanta gélida tesis.

Arcadi Espada también pudo enfrentarse al efecto de sus palabras, al dolor que generaron, y al no hacerlo perdió la oportunidad de convencernos de que, como dice, dejar nacer a un enfermo, tonto y peor es un despilfarro criminal. Yo le hubiera preguntado por los límites de esa inmoralidad: ¿entran las cojas, los autistas? En verdad fue él quien perdió su gran ocasión vital: la de conocer de cerca a ese padre, y a su hijo, y así convencerse él mismo de su error. Con suerte, y con humildad, hasta hubiera salido de allí más listo, sano y mejor.