Sin meterme en Google, recuerdo que al menos el padre de una asesinada por un pederasta, la madre de un asesinado por los islamistas, el hermano y la hermana de sendos asesinados por esos a los que aún se homenajea y, en fin, salvando abismales diferencias, también la madre de un preso se ha presentado a las elecciones. Y, excepto el primero, todos -vale, y todas- han fracasado. Incluso aquel, ya congresista, ha obtenido miles de votos menos que el senador de su propio partido en la misma provincia, sujeto que no era padre ni hijo ni hermano de alguien. Tampoco madre de un chaval encarcelado con injusta severidad.

Se dice que tan malo es sufrir como bueno haber sufrido, pero no estoy seguro de ello. La experiencia de un inmenso dolor ha dotado a ciertos héroes de una sabiduría, tolerancia y generosidad admirables. Sin embargo, son los menos. Pues lo lógico es que, si te dejan viuda o huérfano, debas recorrer un larguísimo camino y mudo calvario hasta adquirir la serenidad necesaria para, por ejemplo, legislar. Eso no significa que las víctimas no merezcan el escaño, sino que lo merecen no por serlo sino a pesar de ello.

Se causa, encima, un perjuicio del que resulta feo, incómodo hablar, pero aquí estamos: y es que, amén de que el político no gana nada por ser víctima, la víctima pierde mucho por ser político. Por una parte, el hecho de abrazar un único color ideológico suele alejar a los demás; por otra, alimenta la sospecha de que alguien se adueña de un saco de empatía plural para vaciarlo en su urna particular. Ya sea en Madrid, en Huelva y, ay, me temo que también por estos pagos.