No hay duda al respecto. Si no fuera por el coronavirus, para el patriota de guardia el principal problema de España sería hoy un suceso tan grave, de tal gigantesca magnitud, como una hipotética pitada, el augurio de que unos forofos tal vez silbaran a un himno y a un rey. Vamos, otro coronavirus. Ya ven qué drama, qué espantosa coyuntura. Si no fuera porque con la salud no se juega, y ya estamos todos en el campo, políticos y periodistas andarían de nuevo manoseando esas expresiones que hoy desgastan con razón, emergencia nacional, cortar por lo sano, suspensión del evento, solo que para referirse a un contagio tan apocalíptico como el de un simple pito multiplicado por unas cuantas gargantas. Háganse a la idea del tamaño de la hecatombe, del derrumbe de un país. Desplegando ese gesto de angustia con el que narran el fin del papel higiénico, nos contarían que en las tiendas de Sevilla se han agotado los silbatos: terrible desabastecimiento. Y, con similar tembleque de voz e invocando la misma razón de Estado, incluso abogarían por el cese de la libre circulación del paisanaje, como si unos hinchas en ruta hacia la final constituyeran un peligro semejante al de la voraz pandemia. Desinfectémonos. Quizás hasta tirarían del mismo lema, ¡Quédate en casa!, para intentar confinar a todo periférico reivindicativo o beodo en prácticas e impedirle viajar a Triana. Vienen los bárbaros, clamarían sus portadas. Roma cae, o sea Híspalis. Saquen a la Policía. Al presentarse el miedo de verdad, el viejo Don Bildur, qué impostada resulta aquella alarma. Qué barato el pánico. Y qué derroche de mascarillas, rojas y amarillas.