oda persona se acaricia a ratos la identidad, y toda nación también. Eso no significa que debamos ser chovinistas ni que lo sea el país, sino que tanto al sujeto como al colectivo le convienen vigilarse la fiebre. Ser diferente no es nada reprobable, y de hecho lo somos todos. Yukio Mishima soñaba con ser Elvis Presley y sin mirarse al espejo sabía que no lo era. Tampoco resulta grave el afán por, siéndolo o no, sentirse muy distinto al vecino, pese a que ese prurito alimente a veces el absurdo. Hay croatas y serbios empeñados en sostener que no hablan el mismo idioma, y se lo explican unos a otros entendiéndose a la perfección en una lengua que según ellos los separa. Mientras no vuelvan a matarse, vamos bien.

Lo peligroso, pues, no es ser único o sentirlo, sino creerse mucho mejor. Ahí está el problema. En la primera sesión del Parlamento, aquel 18 de febrero de 1861, Massimo d'Azeglio se adjudicó una misión: "Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos". No gritó que eran más bravos o sabios que el resto, bastaba que fuesen alguien en el mundo. Isabel Ayuso ha adquirido en régimen de alquiler una comunidad de apenas cuatro décadas y ha optado por el camino contrario. Amén de reiterar a sus paisanos que son madrileños -algo hay que ser en esta vida, ¿dónde está el mérito?-, los convence de que son el copón, más libres, más trabajadores, más simpáticos, más todo. Pobres de nosotros, sombras del extrarradio, cuya única aspiración es empadronarse en el paraíso. Si su discurso no peca de supremacista, que me lo aclaren. En fin, hoy es San Isidro, fiesta en Astigarraga y Allo.