portunidad perdida de un confinamiento por decreto. Estricto en las formas y selectivo en las fechas. ¿Por la pandemia? ¡No! Por la salud de las relaciones familiares. Un confinamiento duro aplicado a Nochebuena/Navidad y Nochevieja/Año Nuevo hubiera evitado tensiones de pareja y conflictos familiares. Las rutinarias rotaciones entre familias (hoy con la tuya, mañana con la mía), suspendidas. Ese calendario anual implacable de turnos insoslayables, nunca escritos, siempre recordados, forzado al aplazamiento. Qué alivio, qué gozada. Qué paz. Tampoco iba a afectar a la comodidad de la mesa puesta. Madres y suegras habrían provisto de sus platos más deseados a los ausentes comensales. Serviciales hasta en la resignación. La comida para llevar (sobras para el día siguiente incluidas) hubiera funcionado: de víspera, visita de cortesía, besos, buenos deseos y hasta dentro de ocho días. El amor materno no conoce límites. El egoísmo filial, tampoco. Sentarse a la mesa con afines por elección, no con allegados por imperativo de parentesco directo o sobrevenido. El aperitivo es momento de disimulo y contemporización. El primer plato todavía rezuma apariencia de simpatía y concordia. En el segundo afloran preguntas incómodas, afirmaciones temerarias, opiniones discutibles, actitudes arrogantes y reacciones airadas. El azúcar de los postres sublima la efervescencia del alcohol. La sobremesa se alarga: nadie quiere fracturar el festejo afectivo gastronómico. Con suerte, un niño se pone cansino o un adolescente se excede en impertinencia. El castigo consiste en llevárselos a casa. El hogar propio restaura la relajación siempre que se eviten comentarios críticos a los respectivos comportamientos en la pasada velada. Sin embargo, las afiladas censuras a terceros fortalecen el vínculo. Si son compartidas, claro. Otra alternativa, como en el transporte público: con mascarilla y en silencio. Para evitar aerosoles. Y discusiones. Comer y callar.