unca aprendí a decir que no sin necesitar pedir perdón por ello. Me da que era algo que venía de serie en esa enseñanza autoritaria y servil que hemos sufrido, así que me lo paso mal cuando tengo que dar un precio de un producto o servicio o reclamar por algo que veo incorrecto y, sobre todo, huyo para que no me propongan lo que no sabré rechazar. No es algo patológico y me da la sensación de que es más normal de lo que yo pensaba. Pero nunca pude ver los programas de teletienda por las noches ante el miedo de acabar comprando un juego de cuchillos innecesario y ridículo. Y tampoco me defendía de ello al saber que todo es un mecanismo bien diseñado para vender una moto, una enciclopedia o cualquier cosa; siempre fui capaz de calcular cuánto costaban realmente cada uno de los supuestos regalos. Hasta presumo que la persona que me lo vende sea honrada y que simplemente use las armas que podrán hacer que yo firme el contrato y él llevarse una magra comisión. Y con todo, a pesar de todo (igual hasta precisamente por ello, por racionalizar tanto esta escena), acabo cayendo y comprando o no soy capaz de negarme. Ahora las inteligencias artificiales están mejorando aún más estas estrategias, se habla de robots persuasivos capaces convencernos aún más adecuadamente, envolvernos en su evolucionada capacidad para que les hagamos caso. De convencernos.

Sé que seré una de sus víctimas, ya lo soy, he venido siéndolo toda mi vida. Podré sonar fatalista, pero si hasta ahora simplemente me dejaba convencer y se inactivaba mi oposición a la primera de cambio, no quiero ni pensar qué guiñapo seré ante unos ojillos electrónicos persuadiéndome de hacer lo que quiera que le hayan programado. Seguiré dejándome engañar, seré siempre el tonto que pretendía tener criterio propio. Iluso.