Voy andando, que es muy sano y me espabila. Elijo el itinerario más verde posible. Cada día hay un nuevo indicio. Si me fijo en un árbol o en cualquier mata, compruebo que el calendario va haciendo su tarea. Yemas que brotan, flores incluso, los espinos son madrugadores. Pronto aparecerán los ranúnculos y las violetas. Así de bien empiezo la mañana y al poco tiembla.

Por la acera cuesta abajo me sobrepasan chavales y no tanto en bicicleta. La acera no da para mantener la distancia de seguridad y la velocidad multiplica la máxima inferior a 10 km/hora que prescribe la ordenanza. Sospecho que tanto el alcalde como el concejal delegado de movilidad y la Policía Municipal ignoran esto y que a mí un sobresalto o un traspiés me deja las lumbares onfayer para dos semanas y échale un galgo al causante. Si no discurro pegaíta al seto, si me tuerzo un poco y me colisionan por detrás, la cosa se complicaría. Sería dificultosa aunque solo tuviera que presenciar una caída. Tendría que socorrer y de par de mañana no es agradable, más si como compruebo lo del casco no va con ellos. Así que llamo al 010 y aviso del riesgo propio y ajeno que representan diariamente quienes me sobrepasan y alarman al tiempo.

Superada la tarea cívica, la ciudad guarda un chiste. En el jardincillo de la casa que fue (como sigue recordando la placa) Fundación para jóvenes superdotados, junto los macizos de acanto, tan griego, tan que lanza una línea a Aristóteles, a Arquímedes o a Tucídides, el abandono ha hecho proliferar el senecio, mira que tiene gracia, y la contradicción botánica me arregla el rato. Cada día espero, ya sobre el puente, ver la garza en el río. Igual no es la misma todas las mañanas.