e preguntan qué tal estoy y contesto que rara. Recibo la misma contestación cuando hago la pregunta. El tiempo es raro y lo acusamos. Cada cual en sus zonas más vulnerables, lo que supone que raro se convierte en un eufemismo para no decir más, para contener la lengua.

J sostiene que vivió el estado de alarma como una inversión, un esfuerzo para conseguir resultados. Que lo que le ayudó a soportar la falta de contacto fue pensar que a la salida todo, tal vez salvo algún detalle, seguiría en su sitio. Y ahora, con el panorama descolocado y sin un plazo cierto para volver al orden, anda renqueando. M cuenta que, dada su tendencia al aislamiento, las restricciones fueron una especie de confirmación de lo acertado de su postura. De repente, el mundo decía que estaba bien lo que hacía, un mensaje contrario al que recibía anteriormente. Dejar de escuchar por un tiempo eso de tienes que relacionarte más, sal, busca algo, vente fue balsámico mientras duró. A V se le han ido varios proyectos al traste. Ahí anda.

Esos dolores ya no producen memes ni crean hilos kilométricos en las redes. Si en la primera embestida se recalcaba la interdependencia, la vinculación de todas nuestras acciones, ahora una parte importante del sufrimiento y las consecuencias del covid se han privatizado y quienes las acusan albergan una insidiosa percepción de inadecuación personal inducida. Tengo la sensación, vaya.

Entre las noticias del verano, me quedé con una claramente menor leída hace un mes: Pamplona destinará 43.000 euros más que en 2019 para la iluminación navideña, un total de 165.000 euros para crear ambiente. Ya digo que no es la noticia del verano, pero aventuro qué pensarán J, M y V cuando pasen bajo las alegres guirnaldas y las cenefas luminosas.