omo lo oí a varias personas sin aparente conexión y como en alguna medida me resonaba, decidí comprobarlo. La investigación no ha presentado dificultad alguna y se ha limitado a tomar nota del comportamiento humano en unas cuantas paradas de villavesa. No he sido una observadora objetiva, yo también formaba parte del grupo y compartía las ganas de montarme y encontrar un asiento vacío, que a veces se combinaban con la urgencia de dejar de pasar frío o calor o de evitar la lluvia. Aludo a estos factores porque los de índole personal, prisas, hambre, cansancio, destemple, ganas de mandarlo todo a tomar viento u otros requerirían de un estudio más amplio y posiblemente innecesario.

Ahora, después de unos meses, concluyo que, efectivamente, muchas personas no consideran que el orden de llegada a la parada constituye el criterio prioritario para regular el acceso al vehículo. Dado que cualquier proyecto serio exige descartar prejuicios, pienso que, tal vez, en su bondad, estas personas han sustituido este criterio meritocrático por otro más evangélico y así, los últimos pueden resultar los primeros y sienten que rozan la utopía, que una tierra nueva se promete bajo las marquesinas. Quién sabe.

Yo he intentado la mayor pasividad, ir viendo. Un par de veces, quien podía adelantarme me ha indicado que pasara. Recalco, solo dos veces. Las demás, incontables, he sido adelantada. Otra vez insistí a un chico para que pasara, estaba antes que yo y no había nadie más en la parada, pero desistió amablemente. ¿Gestos llamados a desaparecer? No me gusta hablar de cortesía ni de educación, porque ambos conceptos se quedan cortos si no se enfocan desde el marco mental del que constituyen la espumilla visible. No he identificado tendencias diferenciadas por edades, sexos o zonas. Es un comienzo. Aún quedan preguntas sin responder.