ace ya unos cuantos años, hice un par de visitas a una residencia para la tercera edad de la que solo sabía que sus trabajadoras se habían movilizado poco antes para denunciar la escasez de la plantilla y las malas condiciones laborales. Al llegar a la sala de estar, tuve dos sensaciones contradictorias, la visual, la luz que entraba por los ventanales era espléndida, y la olfativa, que remitía a las reivindicaciones que había conocido por la prensa, porque si algo era evidente era el continuo movimiento de las trabajadoras.

La semana pasada, M, que ha sido enfermera toda su vida, comentaba que la atención continuada a pacientes que llegaban a su consulta desde diferentes establecimientos le ha hecho tener una opinión fundada sobre el trato dispensado en cada uno de ellos. Alegaba idéntico criterio, la higiene, y señalaba otros como la hidratación. Cuestiones elementales que apuntan al cuidado de las personas, de su dignidad, somos cuerpos con necesidades acuciantes y en su atención se juega la práctica que más allá de los discursos desarrollamos en torno a este concepto.

Este fin de semana hemos podido leer la entrevista a cinco trabajadoras de residencias. Son muy claras. Sus caras sonrientes en la fotografía expresan una fortaleza reseñable. El suyo es un trabajo exigente física y mentalmente. ¿Cómo lo llevarían ustedes si estuvieran en su lugar?

Somos una población envejecida y más que lo vamos a ser, lo sensato sería pararse para pensar en qué modelo de cuidados queremos reconocernos, si pensamos que es deseable y justo que las personas más débiles sean atendidas por personas malpagadas y sobreexigidas. Ni las unas ni las otras ocupan puestos relevantes en la escala de valoración social.

Por detrás, un negocio que no para de crecer y eso explica tantas cuestiones que da pena.