levaba tantas semanas sin escuchar ruidos en la calle que fue oír alboroto y asomarme al balcón. En mi barrio, soportar gritos, risas chillonas y broncas es el pan nuestro de cada día y ha sido siempre motivo de cabreo vecinal hasta que el covid-19 también terminó con los follones callejeros, para contento lógico de muchos. En éstas, a última hora de la tarde del viernes, percibí un poco de jaleo y allá estaban, apoyados en la pared de enfrente, dos tipos satisfechos perpetrando una ininteligible canción. Todos los científicos y expertos en mil disciplinas nos reiteran la importancia de evitar fiestas, celebraciones y encuentros numerosos porque estamos muy lejos de la solución de la pandemia y demasiado cerca de volver a repetir las peores cifras de contagiados, enfermos y fallecidos. Sin embargo, se me escapó una sonrisa de envidia al ver al par de andarines tras, seguro, una tarde de copas en las recién abiertas terrazas de la zona. Sé que hemos de ser serios. Es de bobos desprenderse de la mascarilla nada más pedir una bebida porque estar sentados en un bar no genera inmunidad vírica y respetar las distancias sigue siendo la mejor solución para nuestra seguridad y la de quienes nos rodean. Desde luego, hemos de ser serios, pero qué necesidad tenemos de alegría.