quí estoy, escribiendo en una mañana del día de Navidad, mirando una calle por la que no pasa un alma y con la única compañía del tañido -hoy molesto- de las campanas. Pocas horas después de la cena que más quebraderos de cabeza genera en el año, en esta ocasión podemos calificarla de una locura que hemos vivido como se ha podido, no como hubiéramos querido. No como imaginamos el año pasado cuando la pandemia sin vacuna nos acogotaba e, ilusos de nosotros, imaginamos un 2021 como los de antes. La noche será recordada como la cena de los confinados. Han sido miles -en Navarra exagerando sólo un poco podemos decir casi millones- quienes comieron el cardo, los langostinos o lo que se hubiera cocinado junto al ordenador de su cuarto, encima de la cama o fueron obligados a sentarse en la esquina más alejada y solitaria de la mesa de un gran salón. Confinados, solos por miedo al contagio o en familia, como se decía antes cuando no se tenían invitados, transcurrió la Nochebuena más extraña -no la más triste- que hemos vivido, sin poder acercarnos a los mayores y enmascarados mientras andamos entre calles hasta que la sombra de los bares nos libera en principio de la obligación. Es todo tan raro... Tan raro que el objeto más preciado estas Navidades no es un juguete sino un test.