ocos viven de forma permanente en la excepcionalidad. Más temprano que tarde regresamos a lo nuestro y, por arte de magia, en esta semana todo -o casi todo- ha vuelto a ser como siempre ha sido. Da igual donde se mire. Fue un placer disfrutar de mañanas en las que brilló el sol, de días luminosos y templados en pleno febrero. No podía durar, Aemet ya nos ha avisado que llegan las lluvias y que los termómetros se desploman. Aun siendo verdad que seguimos conviviendo con la covid, desde hace nada lo hacemos sin restricciones en la hostelería y demás. En consecuencia, han regresado otros clásicos: el servicio nocturno de villavesas y las charlas a voz en grito, los golpes, vasos rotos y broncas en los barrios que siempre han aguantado trasnochadores beodos y cuyos vecinos, gracias a la pandemia, se habían acostumbrado a dormir como angelitos. No podía ser de otra manera, también han vuelto los tradicionales desalojos de bares por doblar su aforo y, según dicen los expertos, hasta los festejos taurinos están regresando “con relativa fuerza” al tiempo que remite la sexta ola. No seré yo la zopenca que diga que con el coronavirus se vivía mejor. Entiendo que simplemente es la normalidad que siempre regresa con afán de habitar, para bien y para mal, entre nosotros.