hace muchos años que guardo junto a la mesa desde la que escribo estas líneas un buzón de cartas a los Reyes Magos. Acabo de comprobar que ahora mismo no contiene más que telarañas, las mismas que le han espolinado al Borbón de la cara por métodos más modernos que la escoba y el trapo, con Photoshop, porque su vera imagen empieza a vender poco o nada en el país donde a partir de los 35 años vas jodido, requetejodido para encontrar trabajo. Decrépita, poco deportiva, la imagen actual del rey cazador. Eso sí, el espolinado lo ha dejado más siniestro que deportivo, como muerto maquillado o como cómico viejo de cabaret de cuatro perras embadurnado de blanco España, que le decían antes de que el país emergente se pusiera las napias como pimientos morrones a base de blanco de Colombia o de Bolivia. Sigo.

El buzón de las cartas a los magos del que hablo lo ponían todos los años en el escaparate de una librería del centro de mi ciudad. Un buzón rojigualdo, claro, ya muy tocado a estas alturas en sus colores patrios y sagrados e intocables, descascarillados, pero en su tiempo fue de mucho efecto y allí iban a parar sueños posibles e imposibles y algunos disparates, imagino, de esos que solo se pueden escribir en cartas a los reyes lejanos, de Oriente por lo menos, a los magos sobre todo, los que todo lo pueden, sean reyes o no... las ilusiones.

El Borbón es rey por la gracia del general Franco, magia negra la suya, pero está visto que no es mago, que lo suyo ya no es ni la ilusión ni el ilusionismo. Aun así yo hoy le escribiría una carta y la echaría a ese viejo buzón rojigualdo en ruinas, pero me temo que escribirle una carta al Borbón es por completo inútil. A fin de cuentas cada vez tiene más cara de marioneta cuyos hilos maneja un gobierno del que no sabemos quién en concreto maneja los suyos. Además, ¿qué podría pedirle a un rey que no es mago? Lo único que está en su mano es que nos hiciera el regalo de irse. Pero no, para qué decírselo, si no se va, si no le dejarían irse, aunque seamos ya algunos millones los que deseamos verle fuera del palacio en el que vive, fuera de los noticieros, colándose en nuestras vidas como un gurú de prestigio al que debemos adoración y pleitesía. Hay otros millones que necesitan esa monarquía para sostener en ella su régimen de clase que llaman democrático, pero que ya es policiaco, con milicias privadas, disfrazado de estado vigilante, algo que induce a la carcajada siniestra porque esto parece un manicomio salido de alguna película rara, en la que los sanos hacen de locos, como en las cabalgatas de reyes los blancos hacen de negros. Mundo al revés el nuestro, gobernado por mangantes. Carta inútil por tanto, para qué escribirla. Además, tal vez me multasen por desacato, delito este que aún no estando en el Código Penal, sí está en la mente de un perverso maniaco religioso como es el ministro del Interior y se contagia como un virus. Nos van a dar por tocar lo intocable, lo sagrado, aquello a lo que debemos reverencia y unción y coba babosa.

Podría decirle a ese rey que durante tantos años fue majo o majete por decreto, que dejara de parlotear en el vacío de asuntos de los que es más probable que sepa menos que nosotros, que ya es decir, como el paro y la falta de perspectivas reales para la clase social que se ha visto seriamente empobrecida y que lo va a ser más en el futuro inmediato, pese a las trompetas gubernamentales que parecen sonar a victoria y gracias a las nuevas fechorías que perpetre el siniestro presidente de Gobierno que padecemos. No hay trompetería suficientemente ruidosa para tapar la realidad del país. Cifras y más cifras, tan aplaudibles como engañosas. No sabemos cómo se ha producido ese bajón del paro, pero sí sabemos el precio a pagar por el rescate de la banca; sabemos de la mentira hecha institución y de la corrupción generalizada e impune, y sabemos sobre todo de leyes involucionistas, regresivas y represivas que impiden un eficaz estado de rebelión social... Música esta no sé si de trompetas, pero estruendosa, para este guiñol siniestro que nos tiene aquí pensando en escribir cartas a los reyes y a los magos a secas, sin saber qué pedirles, porque estamos resabiaos y no creemos en magos ni en reyes ni en salvadores de la patria. Envidiable la gente que nos domina, que además de cartas a los magos y a los reyes acude a vírgenes, a santos y a cristos en cada vez más cómica petición de que arreglen lo que ellos ni saben ni pueden ni sobre todo quieren. Comerciar con los dioses está feo, sostenía Sócrates, o alguno, hacerles trampa en la timba de la cosa pública está peor.

Y de lo que sabe o debería saber, de cómo el país naufraga en la corrupción generalizada, el rey, por no ser mago, no habla o lo hace tan en general que es como si no lo hiciera. En eso no se aparta de las instrucciones de quienes le escriben no ya la carta, sino el guión al detalle para evitar hablar de frente de asuntos como la implicación del clan Aznar en la trama Gürtel o la inacabable de su yerno, el pago irregular de las campañas electorales del partido en el gobierno, raros cetáceos estos que salen del mar de mierda en que se ha convertido el país para regresar a él dando saltos espectaculares. Eso es lo malo, que aquí lo que priva es el espectáculo, no las realidades, por eso los blancos se pintan de negros para hacer de lo que no son: ni magos ni reyes ni nada.

Se ve que es más fácil espolinarle el rostro al Borbón para que salga en portada del boletín oficial de la clase dirigente, que espolinar un país en sus rincones donde, gracias a lo espesa que es la tela, anidan las garduñas en lugar de las arañas.

Y para carta al rey la que le mandó Lope de Aguirre a Felipe II, el primer manifiesto de rebelión en toda regla contra la monarquía, donde se cuestionaba su poder y su figura, y se afirmaba el más valer de quienes se debaten en la brega diaria. Dicen que al rey le dio un ataque de rabia cuando la leyó, tiempo después de que Lope de Aguirre, el Peregrino, "hijo de fieles vasallos en tierra vascongada y rebelde hasta la muerte por tu ingratitud", hubiese pasado a otra vida, es decir, a ninguna. Rebeldes por ingratitud o por derecho, y sobre todo por mucho que nos den palo. Esa es la única carta regia que merece la pena escribir.