Más de 30 años lleva entre nosotros. La epidemia de VIH-sida se hizo visible por aquí en unos tiempos de explosión propios de una post dictadura, momentos de la ansiada libertad que anhelábamos tras años de silencio y represión. Muchos y muchas cayeron en el camino. Se habían enganchado a las drogas. Había estampas en la ciudad que en aquellos años dábamos poca importancia. Recuerdo unos Sanfermines con una fila de gente ante una autocaravana en la que se inyectaba droga. Recuerdo cuadrillas conocidas, de familias adineradas muchas de ellas, que compartían jeringuillas en encuentros largos y rituales. O estabas o no en esa movida. Recuerdo cómo, lamentablemente, pasados unos diez años de aquellos tiempos de ignorancia, imprudencia y mal llevada modernidad, gentes que habían sido cercanas mueren. VIH, sida, se sumaron a los cánceres de juventud, cuando la muerte y la enfermedad no forman parte del guion.

Las campañas, el miedo y la prevención comenzaron a imponerse. Aprendimos mucho del VIH y del sida. Supimos que la práctica sexual sin protección era un riesgo y que no había que compartir jeringuillas. Hubo mucha información, se tomó nota y bajaron las nuevas infecciones. Ahora nos alertan de cierto repunte. De que se ha bajado la guardia y de que las nuevas generaciones han perdido el respeto al VIH mientras el virus sigue por aquí. Prácticamente nadie comparte ya jeringuillas, pero el “póntelo, pónselo”, o mejor, el “quiérete, quiérele”, siguen más vigentes que nunca.