Conozco a una familia que tiene en su casa una escopeta cargada y sin seguro, que se mueve sola por las habitaciones y el pasillo, y les apunta de vez en cuando, pero no les preocupa porque les quiere mucho a todos, está muy bien educada y, el argumento definitivo, nunca les ha hecho nada.

Bueno, vale, no es una escopeta. Es un cocodrilo de siete metros que criaron desde pequeño.

Bueno, no, tampoco es un cocodrilo. Es un perro -no sé si pit bull terrier, rottweiler o dogo argentino-. Uno de esos que las leyes de este país llaman “de razas potencialmente peligrosas” y que cualquiera puede tener en casa si pasa un exhaustivo examen psicológico -que básicamente consiste en ser capaz de decir tu nombre sin insultar al que te lo pregunta, y en sonreír sin cagarte encima-.

Y, oye, es estupendo saber que esos bicharracos andan por ahí sueltos. Sí, si los pasean por la ciudad los llevan con bozal, pero una vez llegan a casa se acaban las precauciones, que en casa ya no son peligrosos. Con lo emocionante que es vivir al límite, teniendo en casa un animal capaz de matarte a ti o a un sobrino que viene de visita.

Luego hay otro tipo de propietario, que es el que los tiene sueltos en su finca para que se la vigilen. Si les dejaran, pondrían también minas antipersona. Y si luego resulta que saltan o rompen la valla y le arrancan un brazo a alguien que pasa por allí cerca paseando, no hay que ser catastrofistas, que son daños colaterales del supremo derecho a la defensa de la propiedad privada.

Vivimos en un país en el que abundan las prohibiciones en materia de salud y seguridad, pecando más por exceso que por defecto, pero se sigue permitiendo que anden por ahí animales peligrosos, a menudo con amos que no tienen la preparación adecuada. Como decía el del chiste: ¿qué puede salir mal?