amos a ver si lo hemos entendido bien: para luchar contra la pandemia se pueden (y deben) anular de manera obligatoria una docena de libertades fundamentales, aunque sean medidas engorrosas y de eficacia relativa (a tenor de los resultados). Vale, de acuerdo, todo sea por la salud.

Pero cuando llegan las vacunas -una de las dos soluciones definitivas (la otra es que ya no sea una enfermedad mortal, y tardará en lograrse)-, entonces nos acordamos de repente de ponernos exquisitos con los derechos civiles y decidimos que sea voluntaria, porque hacerla obligatoria sería un atropello, una agresión personal y vete a saber si hasta una medida inconstitucional.

Es decir: meses y meses de confinamientos, toques de queda, cierres de bares o reuniones limitadas, bien; pero cinco segundos de pinchazo, mal. Pues vaya.

Y el gobierno que da amparo a esta voluntariedad de las vacunas obvia que hay una ley que le permite ponerlas y hasta una reciente sentencia judicial a favor (en 2011, en un brote de sarampión infantil en Granada, un juez obligó a vacunarse a toda la chavalería).

Dicen las malas lenguas que el motivo de que no sean obligatorias es que las autoridades han decidido no meterse en líos porque no les hace falta, ya que saben que un 85 o 90% de la población está a favor de las vacunas, por lo que se podrá alcanzar el 70% de vacunados y, con ellos, la famosa inmunidad de rebaño (aunque vacuna venga de vaca no hacía falta insultar así).

En todo caso, que los antivacunas no se hagan muchas ilusiones: nos imaginamos que, por pura defensa propia, poco tardarán un montón de países -y hasta de regiones- en prohibir que se viaje a ellos sin el certificado de haberse vacunado.

Y, aún mejor, ayer nos enteramos de que en San Marino van a cobrar el tratamiento a quien no se quiera vacunar y contraiga la enfermedad. Que nos parece una forma estupenda de darle el empujoncito final a unos cuantos miedosos y de pararle los pies a otros cuantos caraduras -gorrones de la salud ajena- que también han hecho sus cuentas y que confían en que se alcance la inmunidad social sin que ellos se pinchen. A ésos últimos, la que más pique y más duela.

Cuando llega una de las dos soluciones definitivas, nos acordamos de ponernos exquisitos y decidimos que sea voluntaria