alguno de mi cuadrilla es capaz de cantar la canción de Pippi Langstrump -Pippi Calzaslargas en la versión de aquí-. No tararear la sintonía, no, sino cantar el estribillo principal de aquella serie de televisión que se emitía en blanco y negro y que si se busca su fecha de su emisión, de la primera emisión supongo, da miedo del tiempo que ha pasado. Nos acordamos del estribillo y eso que no ha habido revisualizaciones ni revisión de imágenes en el espacio digital, donde todo se archiva y la caducidad es menor porque todo se encuentra ahí.

Ahora que acaban de estrenar una película biográfica sobre la escritora y creadora de aquel personaje para el esparcimiento infantil -la sueca Astrid Lindgren-, la recuperación de las aventuras de aquella niña pelirroja y de peinado imposible, pecosa y estrafalaria ha servido para agitar las reflexiones de los demasiado bien pensantes. En algunos foros, en plan broma pero ahí lo sueltan, ya se ha planteado si en estos tiempos que corren aquella historia y su recreación cinematográfica, con una niña viviendo sola, con un caballo y un mono como principales amigos, sin padre ni madre por ahí y vida cuando menos peculiar, podría haber pasado alguna criba como producto más o menos saludable para el público más joven. En fin.

Para una serie de varios capítulos daría, desde luego, ver a los partidos del momento desmenuzando el cuento y exponiendo a continuación discursos que se oyen por todas partes, por ejemplo, sobre que ahí -en las andanzas de la Pippi y su troupe- hay una familia desestructurada producto de la alienación educativa, quizás demasiado color amarillo en algunas escenas, lazos perversos con simbología inadmisible, una lideresa revolucionaria que quiere acabar con las princesas, o ni niñas, ni amiguitos, ni animales, sino sólo españoles... Y de un cuentito sencillo -de este o de cualquier otro más grave- nos inventamos muchas historias, una reinvención de casi todo, una revisión de lo más mínimo, convencidos de que hay que diseccionar cualquier cosa.

Dispuestos en estos momentos a analizar en clave política incluso la compra de las acelgas fuera de temporada y a determinar lo que es lo políticamente correcto, siguiendo también con la humorada de los bienpesantes de tamizar todo lo que se mueve -en el fondo, ganas de prohibir-, ¿sería posible ahora que un grupo musical de juveniles iconoclastas vacilones saltara a la arena bajo el nombre de Los toreros muertos? Los colgaban, fijo.

Los de mi generación éramos unos críos muy críos porque entre mis colegas y yo mismo no hemos encontrado más allá de las taras y manías propias de la edad, de los latigazos que nos ha podido dar la mala educación, y para nada ninguna reacción perversa y maligna a haber visto aquella serie de la niña de las coletas de las que nos sabemos la canción. Ahora, seguro que nos la prohibían. Es el nuevo estribillo.