Medio siglo después del Mayo del 68, la revolución silenciosa que marcó el devenir político e intelectual de media Europa, París sigue siendo epicentro de una revuelta que nació como una protesta contra la brutal subida de los carburantes y amenaza con socavar los cimientos del Elíseo y contagiarse a otras cancillerías del Viejo Continente. Si hace cincuenta años el rojerío se echó a la calle espoleado por eslóganes tan sugerentes como La imaginación al poder; Seamos realistas, pidamos lo imposible o Debajo de los adoquines está la playa los chalecos amarillos ahora claman por toda Francia Si el clima fuera un banco hace tiempo que estaría salvado; Macron marioneta de la dictadura de las finanzas o No somos borregos. Los amarillos son los nuevos rojos, aunque en realidad no son de izquierdas, ni de derechas, ni tienen líderes o una organización convencional. Sus protestas se materializan a golpe de rápidas convocatorias a través de las redes sociales y ya no solo protagonizan una rebelión popular contra la subida del precio de la gasolina. Se han convertido en abanderados del desencanto y, desde su transversalidad, arietes del malestar contra el poder establecido. No sólo el político. Son la cara del rechazo a todo lo que representa el poder y la lucha contra el sistema. Macron, un político camaleónico, ha intentado reconquistar a la ciudadanía aplazando las subidas de los combustibles y anunciando anoche la subida del salario mínimo y otras medidas que suponen menos impuestos y más poder adquisitivo para el asalariado y más ayudas a los jubilados. Tras cuatro semanas de ira callejera, ha quedado evidente la distancia casi sideral entre los estrategas de un modus vivendi que está en franca decadencia y la dura realidad de la calle. Una desconexión que ha obligado a los gobernantes a decretar el estado de emergencia económica y social tras una singular e impetuosa explosión de cólera popular que ya ha empezado a traspasar fronteras.