decía este lunes Javier Esparza que si UPN no existiera, habría que inventarlo. Seguramente no le falta razón. Es obvio que esta sigla, que casi siempre ha sido la más votada en Navarra, tiene un espacio propio. No obstante, cabría preguntarse qué UPN necesita Navarra o más bien qué UPN necesitan sus propios dirigentes. ¿La formación que fundó Aizpún como un partido marcadamente regionalista y por lo tanto diferenciada del PP? ¿O la que pretendió impulsar Alli modernizando el discurso para ocupar la centralidad política en la que probablemente seguiría ubicada de haber triunfado sus tesis?

Está claro que, con Esparza, UPN no camina ni por donde la llevó su primigenio impulsor ni por donde lo quiso llevar el único renovador que ha presidido un partido tan conservador como este. Por temor a repetir el fracaso electoral de 2015, Esparza diluyó en primavera el partido en un frente de derechas mucho más españolista que regionalista. Una coalición en la que incluso comparte vagón con antiforalistas, que de momento permanece aislada de los principales acuerdos del resto del arco parlamentario y con tendencia al desbrujule. Quien ahora lidera un tripartito con aspiraciones de formar un cuatripartito con el PSN se queja de que Navarra está en manos de un pentapartito. Más allá de que esto último no sea cierto, lo dice cómo si el entendimiento entre diferentes fuera algo negativo en una sociedad plural como la navarra y como lo son muchas de nuestro entorno europeo, donde las alianzas entre distintas fuerzas son habituales e imprescindibles. Pero ahí sigue Esparza sin salir de su bucle. Al frente de una coalición con escasa influencia en la vida política y con una estrategia tan errática como la demostrada en el debate fiscal, donde en solo unos días ha pasado de pedir la devolución de las tres leyes tributarias del Gobierno a abstenerse en las tres. Y al frente de un partido que, con este bagaje, quiere presidir al menos cuatro años más.