En plena fase de desescalada, aquellas reflexiones sobre el mundo líquido del que nos alertaba Zygmunt Bauman, parecen haber acabado en el cesto de la obsolescencia. Después de la covid- 19, la nuestra será una sociedad gaseosa. La audaz metáfora con la que el sociólogo polaco

intentaba explicar nuestras caducas y rígidas mentalidades frente al vértigo del siglo XXI, con la evasión de capitales, éxodos migratorios, desastres medioambientales, el auge de la posverdad, la deslocalización industrial o el terrorismo global, al igual que un fluido que se escapa o que penetra por todas partes sin que podamos hacer nada por evitarlo, da muestras de cierto envejecimiento. El estado líquido, cualquiera que sea su densidad, ya no describe la volatilidad de nuestro mundo metido en una espiral gaseosa e inestable.

Donde quiera que estuviera su epicentro o cualquiera que fuera su causa, lo cierto es que el coronavirus es producto de la globalización. Lo que aún desconocemos es si sus consecuencias serán pasajeras o si, vencida la pandemia, nuestras vidas cambiaran de largo. El ágora de

internet no se ha hecho esperar. De todo lo que allí se vuelca, predomina los que vaticinan que la trasformación será profunda, que afectará a nuestro modelo de relaciones sociales, a nuestra salud física y mental y al orden económico global. Puede que no les falte razón.

Después de paralizar el mundo por decreto ley, la covid-19 ha removido los cimientos de ciertas estructuras que hasta hoy creíamos inalterables, y lo ha hecho de forma tan acusada como sólo cabría imaginar en los territorios de la ficción. Ahora, cuando esta distopía nos golpea como un

puñetazo en la cara, el verdadero mérito de escritores y guionistas de series, será concebir algo tan extraño como la realidad. Sin embargo, según los expertos, este virus no es más que el eslabón de una cadena de epidemias con las que tendrá que familiarizarse una sociedad global

como la nuestra, sometida a intensos intercambios entre personas, mercancías y capitales. No hace mucho que tuvimos otras epidemias reveladoras: las vacas locas, la gripe aviar o la peste porcina. Aunque habrá que conceder a la covid-19 el mérito de alertarnos sobre los peligros de un mercado globalizado y los riesgos de abaratar costes, llevando la producción a confines del planeta sin ningún tipo de garantías, con altas tasas de precarización laboral y escasos controles sanitarios. Si bien, la mayor sorpresa en esta orgía vírica fue descubrir nuestra gran dependencia del mercado asiático a la hora de obtener suministros de primera necesidad.

Pero esta pandemia, además de eso o quizá por eso, ha empezado a erosionar otro de los pilares de nuestra civilización que, hasta fechas recientes, parecía un rodillo imparable: la globalización. De un modo u otro, la tendencia generalizada es que después del coronavirus, tendremos que hacer el equipaje para mudarnos a otros estilos de vida. Las formas de producción y consumo serán distintas; los hábitos en materia sanitaria y en higiene se volverán más exigentes; las relaciones sociales, la enseñanza, la cultura, el ocio, incluso el sexo, quizá a partir de ahora se tengan que gestionar de otro modo; el paisaje urbano cambiará y el repliegue de las naciones sobre sí mismas parece inevitable. Sin salir aún del asombro, podríamos decir que el futuro nos ha caído encima como una losa de granito.

Sin embargo, ese inesperado retroceso hacia el interior, tampoco surge de esta pandemia. De un tiempo a esta parte, sobre todo después de la crisis financiera de 2008, ya empezaron a asomar algunos síntomas en nuestra endémica civilización, como la desaceleración económica que precarizó el trabajo, ralentizó el comercio y contrajo los movimientos de capital durante una década; el resurgimiento del proteccionismo en países como EEUU o el brexit en Reino Unido al calor de consignas populista o ultranacionalista; el empobrecimiento y descontento de las clases medias en países desarrollados, a la vez que nuevas tecnologías como la domótica y la inteligencia artificial iban encogiendo el mercado de trabajo.

Llegados aquí, la pregunta se hace obligada: ¿nos empuja la covid-19 hacia la desglobalización? En pocas palabras, podría decirse que, si la globalización se caracteriza por restar protagonismo a las relaciones políticas, comerciales y económicas entre países, la desglobalización tiende

recuperar la soberanía de las naciones, a disminuir su interdependencia y a potenciar políticasde corte autárquico o aislacionista.

A raíz de la pandemia, del caótico suministro de mascarillas y respiradores importados de China, somos más conscientes de la importancia de la relocalización de ciertas industrias vitales como la del material sanitario. Esta crisis ha abierto un encendido debate sobre la producción de

proximidad, esto es, de fabricar cerca de nuestros territorios para responder con más flexibilidad y rapidez ante eventuales riesgos o catástrofes, además de potenciar el empleo autóctono y reducir la dependencia de mercados extranjeros. En esa línea, la mejora de la renta en países

como China o India, también ha hecho que la deslocalización económica, buque insignia de la globalización, ya no sea tan rentable para el euro y el dólar, lo que obliga a Europa y EEUU a replantear sus estrategias, reinvirtiendo en sus propios tejidos productivos.

Pero no todo es positivo en este giro inesperado. La desglobalización provocará que la economía mundial se deslice en un periodo de fuerte retroceso respecto al flujo de mercancías, servicios, capitales y personas, la clave será saber durante cuánto tiempo. La política y la sociedad en su conjunto tendrán que reinventarse ante nuevos retos, como el de los conflictos sociales y la gran frustración derivados de esta crisis, o el regreso nostálgico de los Estados-nación con el control de fronteras y la preferencia proteccionista, lances que suele resurgir en momentos coyunturales, pero, como ya sabemos -ocurrió tras el 11-S-, algunas leyes vienen para quedarse.

Así las cosas, más que el mundo líquido de Bauman o la aldea global de McLuhan, el mundo parece poner rumbo a un estado gaseoso y altamente inestable. No estaría de más apostar por la cooperación europea, por el progreso colectivo en vez del futuro individualista, por una función pública en la que la ciudadanía pueda confiar, con una política hábil que la defienda y una economía eficaz que la sustente. Si no, la próxima pandemia nos mandará a todos al infierno.