nte la terrible visión de las casas calcinadas en La Palma, con todas esas vidas arrasadas en un pis pas, se ha extendido la pregunta de qué nos llevaríamos de nuestros hogares si nos dieran unos minutos para salir pitando. En la encuesta nada empírica de mi entorno la respuesta coincide: lo primero sería la documentación más valiosa, empezando por las escrituras de la vivienda, y luego los objetos con mayor carga emocional, singularmente los recuerdos de quienes se fueron. A partir de ahí, procedería abundar en la reflexión y hacer un recuento somero de todo lo que almacenamos para nada en armarios y baldas a tope de cosas prescindibles. Porque todos tenemos un Diógenes dentro y en consecuencia la cuestión de mayor alcance radica en para qué acumular tanto material despreciable o directamente inservible, presos de esa pulsión por poseer en una carrera irracional hacia los trasteros. La dura enseñanza que cabe extraer de la tragedia del pueblo palmero estriba en que, a fin de cuentas, lo trascendente anida en el interior como el magma que mide nuestra temperatura vital y que el resto resulta tan volátil como las propiedades engullidas por aquellas lenguas de fuego. Aun a riesgo de ponernos ñoños, nuestra riqueza a salvo de los elementos reside en los valores personales y en la coherencia para conducirse en conciencia con esos principios que determinan la ética individual, más los intangibles de los afectos, es decir, de los amores y las amistades a cultivar tanto como podamos. Polvo somos, sí, como la ceniza de La Palma. A ver si nos entra de una vez por todas en la mollera.