es históricamente muy reciente la distinción entre pedofilia y pederastia. Pedofilia sería la atracción hacia menores (niños o adolescentes) que puede desembocar o no en sexo. Pederastia llevaría consigo, además de esa atracción, el abuso sexual. Pero no ha sido siempre así. En la antigua Grecia la pederastia no iba unida al abuso sexual dado que los griegos consideraban normal que un adulto sintiera atracción por la belleza de un joven y que esa relación sexual reforzaba su educación. También habría que mencionar los ritos de iniciación que llevaban consigo relaciones sexuales entre adultos y menores, que se han dado en diversas culturas y que han sido estudiadas por los antropólogos. Digo todo esto porque con este tema de la pederastia del clero se han pronunciado calificaciones excesivas, olvidando que en la sexualidad no hay un patrón universal y que la definición de normal o natural varía enormemente de una cultura a otra.

En modo alguno pretendo rebajar responsabilidades individuales con lo que acabo de decir, pero es importante hacer las oportunas distinciones. Por tanto, creo que es mucho más claro para el caso que nos ocupa utilizar el término de abuso sexual, es decir, la conducta que ha llevado parte del clero a determinadas prácticas prevaliéndose de su condición, su puesto, su poder, etcétera.

Entrando ya en el tema creo que hay que subrayar que los responsables de los abusos tienen nombre y apellidos y que no se puede diluir su responsabilidad ni culpabilizar a una gran mayoría diciendo que “Iglesia somos todos”. La mayoría de los cristianos somos tan responsables de estas conductas como de la guerra del Vietnam. Tampoco creo que es correcto apresurarse a pedir perdón a modo de quien se confiesa ante la justicia divina. En primera instancia no es correcto situar el tema en las coordinadas de la culpa y el perdón, sino en las de justicia y reparación. Todos los ciudadanos, y por lo tanto todos los miembros de la Iglesia católica, estamos sujetos a la justicia humana y sus tribunales.

La abundancia de casos de abusos sexuales encubiertos y silenciados ha supuesto un auténtico escándalo fuera y dentro de la Iglesia. Y es síntoma, más allá de las conductas individuales, de una grave enfermedad estructural que afecta a la Iglesia. Y esa grave enfermedad se llama falta de renovación y actualización. La Iglesia está funcionando con una organización heredada de la sociedad feudal, recita un credo del S. IV que es ininteligible para las nuevas generaciones, está fuertemente clericalizada, impide el acceso de la mujer a puesto de responsabilidad y está ajena, cuando no renuente, a los cambios legislativos de las democracias (divorcio, eutanasia, matrimonio homosexual, etcétera).

En el fondo subyace un problema teológico: la necesidad que tiene la Iglesia de convertirse al Evangelio. La Iglesia no puede ser un fin en sí misma, solo tiene sentido si es un eficaz instrumento de evangelización. Es tarea urgente volver los ojos a Jesús, como tantas veces, tan bien y con tan poco éxito ha explicado José Antonio Pagola. Si la Iglesia quiere llegar a ser un día autoridad moral, no le va a quedar otro remedio que volver los ojos al Evangelio y releerlo con ojos nuevos. Volver los ojos a Jesús significa entre otras cosas vivir la plena secularidad, lo que en el caso que nos ocupa significa someterse a los tribunales legítima y democráticamente constituidos e indemnizar y acompañar a las víctimas. Solo después puede tener sentido arrodillarse ante la sociedad civil y pedir perdón.

Pero si nos quedásemos aquí, habríamos recorrido solo una pequeña parte del camino. Desclericalizar la iglesia, abrir el paso a los seglares, suprimir la obligatoriedad del celibato, reconocer el papel de la mujer en igualdad de condiciones que el hombre, elaborar una nueva ética sexual y caminar hacia un funcionamiento democrático (lo que no significa que todo tenga que someterse necesariamente a votación) son aspectos que muchos cristianos llevamos reclamando hace décadas, sin que se nos escuche ni atienda. Todo esto que está pasando dentro de la Iglesia católica seguramente no hubiese ocurrido si esta institución no se hubiese atrincherado en la defensa de sus dogmas y privilegios y hubiese tenido un carácter abierto y dialogante.

La situación que vivimos es notorio síntoma, como hemos dicho, de una institución que ha entrado en crisis y que sin una profunda renovación tiene un futuro bastante incierto. Algunos teólogos han señalado que estos hechos que comentamos se conocían ya en el pontificado de Benedicto XVI y que ahora son aireados por los medios de comunicación en un intento, por parte de sectores conservadores, de desestabilizar y de desprestigiar al papa Francisco. Un Papa que es consciente de la necesidad de una Iglesia “en salida”. En la exhortación Evangelii Gaudium Francisco ha escrito: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. Si esto fuera así, hay que estar con el papa Francisco, recomendarle prudencia, pero también decidida voluntad de avanzar. Las resistencias a las reformas hay que combatirlas con reformas de gran calado. De ello dependerá en gran medida el futuro de la Iglesia y su misión evangelizadora.

El autor es profesor de Humanidades de Enseñanzas Medias y miembro de una comunidad cristiana de base