es un vídeo de YouTube que circula por la red. Apenas son cinco o seis minutos, pero suficientes como para percibir una espesa gama de sensaciones contrapuestas, desde la curiosidad hasta la euforia, más una buena dosis de turbación. Las imágenes, en ese tono sepia que destila el celuloide añejo, comienzan con un plano a vista de pájaro sobre los tejados desguarnecidos del Casco Viejo, de los que sobresale la cúpula punzante de la parroquia de San Agustín y unos segundos después las atalayas medievales de San Cernin. Abajo, entre un laberinto de techumbres y chimeneas, se distingue el trazado serpenteante de las calles.

En la Plaza del Castillo, entonces de la República, con el antiguo quiosco de madera y sus primorosas fachadas modernistas, la cámara se detiene en la multitud que se aglomera en el feliz fárrago de la fiesta. Mayores y chiquillería parecen desfogarse, cada cual a su manera de interpretar la diversión. Entre la grey, un mozo pertrechado con boina y blusón, se dispone a lanzar el cohete anunciador desde un sencillo estribo instalado en mitad de la plaza. Lejos de la desmesura mediática de hoy día, el raquítico chupinazo se muestra como un rito atávico desdibujado por el tiempo. Sobre el sonido agudo de las gaitas y los redobles de atabal, una voz en off dice que son los años 30, vísperas de sangre y de lágrimas.

El resto de la película es un fundido de fotogramas que recorre las calles y plazas con esa iconografía sentimental que conservamos en la memoria desde que tenemos uso de razón. La danza acompasada de los gigantes frente a un engalanado Ayuntamiento, la procesión del Santo llevado en andas por la calle Mayor, las barracas o los fuegos artificiales, pero con el hormigueo amenazante de saber que el último día de las fiestas, sábado 18 de julio, todo iba a dar un vuelco imprevisto, como si un ciclón se abatiera sobre las recias murallas de la ciudad, sembrando a su paso el caos y la destrucción.

Recordé las escenas de ese famoso trasatlántico y su confiado pasaje, damas ataviadas con vestidos de raso y caballeros con chaqué, disfrutando de la travesía mientras sorben sus copas de champán y bailan al ritmo de una abnegada orquesta. Todo es júbilo y regocijo, hasta que la cámara enfoca la cubierta de la nave y todos leemos el fatídico nombre HMS Titanic cosido en uno de sus salvavidas. De la euforia a la tragedia en menos de un parpadeo.

Tras visionar el vídeo, me quedó el prurito de indagar algo más sobre los fatídicos Sanfermines de 1936, preludio de la Guerra Civil española. La primera sorpresa fue saber que el mozo que aparecía prendiendo la mecha del cohete inaugural, se llamaba Juanito Etxepare, un modesto estanquero de la calle Mayor, acérrimo juerguista y militante del Partido Republicano Autónomo de Navarra, fusilado en los primeros días del golpe.

Las escenas continúan trepidando por los rincones del Casco Viejo al paso de La Pamplonesa, de los kilikis y zaldikos repartiendo estopa entre chicos y mayores, del controvertido Riau-riau, suspendido como acto oficial durante la República, pero recuperado por la voluntad popular.

Hasta que el jolgorio se aquieta para dar paso a una arcaica liturgia que emerge desde el fondo de la Cuesta de Santo Domingo. Es el Encierro, episodio vital de la fiesta. Pasado ese instante casi epifánico, la jarana regresa a las calles con los veladores de la Plaza de la República repletos de una turba heterogénea, la salida bullanguera de las peñas desde la nueva Plaza de Toros, los churreros agitando la masa en el aceite hirviendo o el maestro de charlatanes León Salvador, voceando su quincalla por una cuatrena. Todo eso ocurría en un diminuto cosmos al resguardo de las antiguas murallas de Pamplona. Poco hacía sospechar que aquel estallido ruidoso y festivo era la antesala de una Guerra civil que devoraría al país entero durante tres años, y que acabaría de consumirlo con una posguerra aún más estremecedora.

Navegando por Internet, leo que el tiempo no acompañó. Los Sanfermines del 36 fueron días deslucidos y plomizos. De hecho, la corrida del día 7 se suspendió por la lluvia, trasladándose al 10 (había previstos cinco festejos taurinos). Con todo, el bullicio no se arredró a pesar del ambiente enrarecido que flotaba en la calle, y no por causas meteorológicas. Desde primeros de año, la tensión se palpaba en cada esquina. Los paros y los disturbios eran frecuentes y, al igual que en el resto del país, la conflictividad laboral se propagaba como la sífilis. Tanto que, a dos días de comenzar las fiestas, los portadores de los gigantes y cabezudos amenazaron con emprender una huelga a cuenta de su escasa retribución. Fue el concejal socialista Corpus Dorronsoro quien propuso en el pleno del día 10 que fueran trabajadores en paro quienes se hicieran cargo de la comparsa? “por estimar que no es justo el que los obreros que tienen su trabajo normal, dejen éste para ganar un jornal en otros servicios”. Sólo añadir que Dorronsoro fue detenido el 18 de julio y fusilado al mes siguiente, junto a su hermano y a uno de sus hijos. Otros seis miembros de la corporación municipal corrieron la misma suerte.

Si en el verano del 36 había una contraseña que se movía como una corriente subterránea, era “conspiración”. Entre los documentos que encontré en la red, di con una curiosa fotografía realizada en la terraza del Café Kutz. En ella, aparecen el comandante Fernández Cordón, el general Mola, su hermano Ramón y los capitanes María y Vizcaíno, todos endomingados con atuendo civil. El pie de foto dice que es primavera de 1936. El complot estaba en marcha.

No son pocas las hipótesis que circulan sobre la génesis del alzamiento, algunas novelescas, otras delirantes. Lo más plausible es que la asonada militar echara a rodar entre el 17 y el 18 de julio en las plazas africanas, y que Emilio Mola aguardó hasta la madrugada del 19 para movilizar su columna desde Navarra. Sin embargo, esas fechas no fueron más que el cénit de una larga maniobra, quizá fraguada en el cenáculo de generales que tuvo lugar el 8 de marzo de ese año en Madrid, donde se decidió una estrategia y un director, Mola, a resultas de lo que se venía conjurando a lo largo de la atropellada década de los 30, avivada por cuchicheos y murmuraciones que reclamaban la urgente necesidad de salvar a España de la debacle.

Como es sabido, nuestro país ostenta una larga tradición de consumados salvapatrias, desde el Capitán Trueno hasta Franco, pasando por Roberto Alcázar y Tejero. En estas fechas viciadas de populismo y de héroes de mercachifle, no estaría de más recordar la tragedia que estalló tras los agónicos Sanfermines de hace 83 años.