Para muchos creer que llevamos a nuestro ángel de la guarda subido a la chepa es más fácil que admitir que un mecanismo sutil y reticular nos rodea y guía insensiblemente nuestros pasos. Es inútil apelar ahí a la realidad, porque no sirve de nada. Ninguno de los dos, ni el mecanismo ni el ángel, es visible. Lógicamente, puestos a elegir entre los indicios de estar siendo controlados y la confianza de sentirse protegidos, los creyentes prefieren lo segundo. La mayoría de ellos no quiere ni imaginar que su ángel personal pueda ser sustituido por un mecanismo celador, porque renunciar a él les resultaría demasiado doloroso. Por absurdo que parezca, aceptan mejor la volatilidad y la custodia del ángel que la asistencia virtual de ese otro mecanismo indefinido. Sin embargo, si examinamos hoy nuestra conducta y sus raíces, es más fácil que acabemos reconociendo nuestra dependencia del dichoso mecanismo, por anónimo que resulte, que de un ángel, por muy familiar y entrañable que parezca.

Respecto al mecanismo, comprendo que resulta molesto asumir que nuestra imponente cabeza viene a ser un panel de navegación a cuyos mandos figura un agente bastante más perspicaz que nosotros. Pero, si esto es molesto, aún es peor tener que admitir que ese agente está ahí instalado y ha tomado el control por encargo nuestro. Se podría hablar mucho de cómo se ha ganado nuestra confianza y de por qué creemos además que nos guía. Sin ir más lejos, Google nos ofrece como gancho su asistente virtual, y en pantalla hace tiempo que proliferan programas que nos adulan, nos entretienen y nos engañan. Para los sistemas de información policíacos somos potenciales sospechosos, para los sistemas de cribado comercial somos potenciales clientes. Aunque es cierto que ese agente difuso nos asesora, también nos acecha; aunque nos defiende, a su modo nos subyuga. A pesar de la cercanía, no sabemos qué es lo que hay detrás. Es un agente influyente, dejémoslo ahí por ahora, que no tiene rostro propio y al que no somos capaces de describir mínimamente. Sin embargo, él por su parte guarda en sus entrañas un acabado perfil nuestro. Gracias a tentáculos como Microsoft podemos, en el ámbito laboral por ejemplo, alardear frente a quienes mandan de rendimiento, de eficiencia, de rapidez, de productividad, de excepcionales números, los cuales incluso mostraremos como propios. Bajo la discreta guía de ese agente sutil conseguimos parecer más de lo que somos y hasta somos tomados por trabajadores competentes. Como además su ayuda parece incondicional, hemos hecho de él un órgano más, una inteligencia suplementaria con la cual nos sentimos orientados y bien conducidos en todo momento. Tan obsequiosos son esos tentáculos que no hemos dudado en incorporarlos a nuestros planes. No les imaginamos intenciones y, de tenerlas, damos por supuesto que son también las nuestras. Pensamos que su mecánica interna no debe preocuparnos, que no es de nuestra competencia. Al final nos complace que nos conozca bien, porque así muchas de nuestras cosas quedan a su cargo y no tenemos que molestarnos en decidir. Si más tarde nos preguntamos, por ejemplo, por qué hemos acabado eligiendo en Amazon esa camisa, ese móvil, esa pareja o ese concierto, nos diremos muy convencidos que eran de nuestro gusto. De la misma manera que nos chiflan las chucherías electrónicas de Apple. Negaremos, en cualquier caso, haber sido influidos, presionados u obligados en la compra. No podemos ser culpables de haber sido correctamente informados sobre ventajas y advertidos con interesantes opiniones. Entendemos que esa asistencia no impide que nuestras decisiones sean soberanas. De lo contrario, sería como creer que ese agente tan ubicuo podrá un día votar por nosotros en las urnas, señalarnos objetivos o marcar el curso de nuestras vidas. A ver, somos libres. Asistidos, pero libres.

Sin embargo, justo es reconocer que de la influencia al control media una distancia imprecisa y en ocasiones muy corta. Puede darse el caso incluso de que, aun sabiéndonos influidos, no aceptemos que desde hace tiempo no controlamos del todo la situación. A la creciente competencia del agente reaccionamos casi siempre con cinismo. Desde luego no nos gusta que se ponga en cuestión nuestro control. Aun así creemos que es mejor cederlo (siempre que sea de manera parcial, subsidiaria, momentánea, supletoria, interina?, claro) que ceder al descontrol y deteriorar así nuestra imagen. En medio de todo, mientras hacemos maniobras por conservar cierta dignidad y autonomía, cualquiera puede confirmar que las pantallas, por volver a señalar lo más visible del agente, nos tienen francamente tomada la medida y que ni nosotros mismos somos conscientes de cómo y hasta qué punto nos dirigen.

Influencia, dirección, control son conceptos que necesitan de un sujeto y que no pueden ser caracterizados simplemente por el conjunto de operaciones que delegamos en un mecanismo reticular confundido entre sombras informáticas. Por eso he hablado de un agente, de algo o alguien que teóricamente opera a nuestro servicio. ¿Significa esto que quien decide es ese otro sujeto y no nosotros? En esto solemos ser escuetos. Como no siempre somos capaces de mostrar la razón de nuestras decisiones, que solo vemos reflejadas en la elección final, últimamente tendemos a pensar que responden a un impulso. Pero reducir nuestra libertad de elección a un impulso es una salida infantil. Apelar a ese impulso es de algún modo como llevar la toma de decisión a una caja negra y negar en la práctica cualquier explicación. La realidad es que recurrimos constantemente de forma consciente o no a nuestro agente virtual para que nos saque del atolladero. A los efectos, él se queda con el control y a cambio nos cede breves impulsos, que desde fuera solo pueden ser vistos como sobresaltos descontrolados.

Con la misma ingenuidad de los creyentes para con su ángel custodio, querríamos pensar que ese agente no es propiamente un sujeto, que es virtual, que no necesitamos ponerle nombre ni rostro, porque no es más que un montón de información que nos asiste y guía en cosas accesorias. Sin embargo, la realidad es que esa información forma una red sabiamente tejida, un mecanismo que nos lleva y nos trae, que mece nuestra mente y nos tranquiliza, que desactiva nuestros planes e iniciativas. Para ese agente virtual somos cristal transparente, inteligencia lenta y suculento beneficio. Queda por dirimir la disputa sobre la decisión. Por aquello de la libertad, creíamos que decidir era decisivo, porque, según quién sea el que decide, controlas o te controlan. Sin embargo, hoy parece que preferimos sentirnos bien acompañados, guiados y protegidos, bien sea por el ángel o por el mecanismo.